Un frente oportuno para salvar vidas
El acuerdo entre el Departamento de Salud y la Oficina de Ética Gubernamental, a fin de adiestrar a más de 200,000 empleados públicos en la detección temprana y prevención de actitudes suicidas, es un buen principio hacia una política pública que atienda
Decimos que es un buen principio porque en realidad estamos dando los primeros pasos hacia un enfoque más complejo y abarcador. Lo que hemos tenido hasta ahora han sido medidas aisladas, en forma de buenas campañas educativas, pero que no son suficientes. Lo que se necesita es una política amplia, integrada a los servicios que recibe el ciudadano, y que atienda el suicidio en su dimensión más profunda de salud mental, marginación, pobreza y, en tantos casos, abandono familiar o institucional.
Precisamente el pasado lunes, antesala del Día Nacional de la Prevención del Suicidio, la secretaria de Salud, Ana Ríus, y la directora de Ética Gubernamental (OEG), Zulma Rosario, firmaban el acuerdo mediante el cual se ofrecerán cursos a funcionarios municipales, del Gobierno central y corporaciones públicas. En esos cursos aprenderán destrezas para “identificar y manejar emergencias suicidas”. Se calcula que un total de 215,000 funcionarios estarán obligados a recibir esas orientaciones, algo que no sólo será de beneficio para su vida laboral, sino que también puede ayudarlos a detectar problemas de comportamiento de riesgo en familiares, vecinos o comunidades.
La mayoría de los empleados que tomará los cursos representan la primera línea de atención al público en dependencias gubernamentales donde a menudo se combinan demasiadas tensiones: problemas de marginación y pobreza; de núcleos familiares destruidos; de falta de trabajo, baja autoestima o enfermedades graves. Muchos de esos factores se concentran en el sector poblacional de la tercera edad. Aunque la tasa de suicidios en Puerto Rico ha mostrado una ligera disminución en los últimos cuatro años, llama la atención el hecho de que, entre los 121 suicidios reportados en lo que va de año, haya muchas personas entre los 70 y los 74 años.
La edad debería ser lo de menos cuando se trata de enfocar una decisión que encierra desesperanza extrema. Cualquier suicidio, a cualquier edad, es una tragedia, y es muestra de fracaso social, bien sea en el área de los servicios de salud mental, o en el aspecto más amplio de la obligación que tiene el Estado de proveer herramientas para el manejo de crisis.
Sin embargo, el proceso de envejecimiento de la población, sumado a las expectativas de pobreza que ya se vislumbran para un elevado número de ancianos, obliga a que cualquier política pública que se geste en la prevención del suicidio priorice la atención a los más viejos. Se estima que para 2020, un cuarto de la población puertorriqueña -o tal vez más, si se mantiene el ritmo de la emigración-, tendrá 60 años o más. Para 2050, casi el 40% de los residentes en la Isla entrarán en la categoría de edad avanzada. El País no puede improvisar y tiene que tomar conciencia con tiempo suficiente para crear estructuras de apoyo a largo plazo.
Ese apoyo tiene que gestarse desde la niñez, en las propias escuelas, especialmente con los adolescentes, ya que, aunque no se registra una alta incidencia de suicidios dentro de ese grupo, es en esos años cuando se forjan aptitudes y destrezas para lidiar con los problemas del resto de la vida.
Los ancianos abandonados, típicamente silenciosos ante los abusos que sufren (con frecuencia infligidos por familiares), son las víctimas de un sistema de valores donde a veces recurren a una salida extrema.
Con todos estos elementos en mente deberán prepararse los funcionarios públicos a los que Salud y OEG han preparado este adiestramiento imprescindible. Con él seguramente contribuirán a salvar vidas.