El Nuevo Día

Medicina amarga

- En resistenci­a y lucha, tu abuelo Oscar López Rivera

Querida Karina, En todas las comunicaci­ones que tengo con la familia y los amigos, siempre preguntan por mi salud, y comprendo que es normal cuando uno ya es viejo y vive alejado del contacto con la gente que lo quiere y se preocupa.

Cualquier persona de 71 años, no importa los hábitos saludables que intente mantener, en algún momento de la vida se enferma.

Si es eso lo que me preguntas, que si a pesar de mi dieta y de los ejercicios me he enfermado en la cárcel, la respuesta es que sí.

Enfermarse, sin embargo, da miedo por partida doble. Por un lado, temes empeorar; por el otro, preocupa saber que el sistema de prisiones tiene un largo historial de abusos y “malpractic­es”. Ahí está el caso de Alan Berkman, que era médico epidemiólo­go, atendía deambulant­es y ayudaba a los enfermos de sida, un hombre excepciona­l que además se convirtió en un activista político bastante incómodo para el Gobierno de Estados Unidos. Cuando lo detuvieron, acusado de unos supuestos delitos de robo y desorden público, ya padecía de un linfoma de Hodgkin, un cáncer que se cura en casi todos los casos. Lo atendió en la prisión un tal doctor Reyes. Se daba la circunstan­cia de que ese mismo doctor me había atendido a mí en una ocasión y le había visto una actitud extraña. Me recetó medicinas que nunca quise tomar.

Cuando estalló el escándalo en el caso Berkman, me di cuenta que había hecho bien en rechazarla­s. Resulta que Berkman sabía que su cáncer estaba empeorando, y el supuesto doctor Reyes le dijo que lo encontraba en buen estado y que no debía cuestionar su diagnóstic­o, porque el médico era él. Berkman le contestó que él también era médico, graduado de la Columbia University School of Medicine, y que por eso sabía que su mal avanzaba y necesitaba tratamient­o. No se lo dieron. Un familiar denunció la situación en los medios y Berkman fue entrevista­do en la cárcel, pero ya era tarde. A las 48 horas de esa entrevista, murió.

A lo largo de estos 33 años, he tenido que recibir asistencia médica por dis- tintos motivos. Cuando me han hospitaliz­ado en el área destinada a los enfermos, siento aprensión y desconfian­za, dos sentimient­os que afectan el estado anímico de cualquier paciente. Siempre me preguntan por unas manchas que tengo en la piel. Varias veces he tenido que explicar que son consecuenc­ia de la exposición al agente naranja, de mis tiempos en Vietnam. En una ocasión, quisieron operarme una hernia, y me negué hasta el sol de hoy.

No obstante, en 1997 sí tuve que pasar por el quirófano, para lo que se suponía que fuera una sencilla operación de hemorroide­s. Algo salió mal y empecé a sufrir fiebre alta, llegué a tener 104 grados y le supliqué a la enfermera que me diera antibiótic­os. Ella lo consultó y, en efecto, me inyectaron, pero cuál no sería mi sorpresa cuando a los pocos minutos la vi volver junto a mi cama para decirme que se le había perdido la aguja. Le expliqué que yo no la tenía, y que había un guardia que me custodiaba todo el tiempo y había estado al lado mío mientras me inyectaban.

Dos días más tarde, fui trasladado desde el área hospitalar­ia hasta mi celda. Pero antes de entrar, se presentó un oficial de prisiones y pidió que me llevaran a las duchas. Allí me obligó a desnudarme y me acusó de haberme robado la aguja. Le contesté que no necesitaba una aguja para nada y me acusó de habérsela dado a otro preso. Hasta el propio guardia se dio cuenta de lo absurdo de esa acusación, pues me custodiaba­n día y noche y recién operado apenas me podía mover. Fue el episodio más terrible que he tenido con la “medicina” carcelaria.

En general, la salud de los prisionero­s se deteriora con el paso del tiempo, aunque hagan ejercicios y aunque como yo realicen un sacrificio por comer cosas más saludables. La fila de diabéticos que cada mañana recogen sus pastillas crece constantem­ente. Muchos confinados están obesos, calman su ansiedad comiendo y eso los aniquila.

Yo pienso en ustedes, en tu madre y en ti; en mi Puerto Rico y en la libertad; en el mar que me espera, y al que no puedo defraudar. Todos esos pensamient­os me mantienen en pie, con ánimos para luchar por mi salud y por la vida.

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El Nuevo Día publica periódicam­ente los sábados las cartas que el preso político Óscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel.
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