En el país de los bobos
Ala pobre doctora Gloria Ortiz me la botaron por tener el “yeyo” frente a pacientes de la Sagrada Reforma. Estamos todos con los nervios encrespados, estresados y “empoderados”. Hasta arremetió contra el culto Daddy Yankee, santo patrón de toda una generación de puertorriqueños en pleno “empoderamiento” reguetonero.
El anónimo comentario final del vídeo me pareció genial: “Parece que a la doctora se le acabó la receta”. Buen comentario de la calle pepera, de pacientes que sobreviven sus nervios con Depakote y Suboxone, Clonazepan, Percocet y Seroquel. De recetas sí que sabemos; parte de nuestros derechos y exigencias como “pacientes” resultan en esta ironía: hasta a la doctora se le acaba la receta de la paciencia.
Y también “se le acabó la receta” al Departamento de Educación. Con un treinta y siete por ciento de nuestros niños elegibles para Educación Especial, ya alcanzamos la exasperación de la doctora Ortiz; tuvimos ultimátum del gobernador, despidos y recriminaciones de padres y funcionarios. ¿Cómo llegamos a que casi la mitad de nuestros estudiantes requieran “educación especial”?
Se trata de nuestra más reciente epidemia. Entre 1999 y el 2002 hubo un aumento de casi nueve mil estudiantes en el programa de Educación Especial. En aquel entonces pasamos de 52,466 a 61,168 estudiantes. Hoy por hoy, de los 429,019 estudiantes matriculados en la escuela pública, cerca de 159,000 están clasificados en Educación Especial.
Las categorías para clasificar estudiantes con necesidades de Educación Especial son trece y una de ellas es lo suficientemente vaga -“problemas específicos de aprendizaje”-como para que grandes cantidades de estudiantes sean elegibles para este tipo de educación. Desde problemas de comportamiento, hasta rezago y desarrollo de capacidades verbales, sin olvidar el notorio “síndrome de déficit de atención”, podrían merecer elegibilidad en el programa de Educación Especial.
¿Son estas condiciones sólo remediables mediante la asignación de un custodio T1 a ese estudiante, o son superables con la debida atención en el hogar, la comunidad, esas iglesias que exigen subsidio energético? Esta categoría suena a la que se usa para subirnos la luz por el misterioso “ajuste de combustible”, esta vez la ventajería de acceder a servicios sin verdaderamente hacer un esfuerzo para no tener que solicitarlos.
La verdadera causa de la epidemia es el naufragio social que vive el país: el cuarenta por ciento de los hogares puertorriqueños son conducidos por madres solteras o abuelas, llenas de problemas y peor humor; los hombres se largaron y a ellas también se les acabó la receta: quizás pierden la paciencia con niños que jamás socializaron bien y han sido declarados autistas. Los burrunazos y los pellizcos son la solución de esas madres que sueñan con mudarse a Philadelphia y allá tener mayores beneficios para sus hijos casi discapacitados por el abandono.
En muchas, el mal humor está secuestrado por el uso de las drogas, los hombres estarán en las cárceles o fugados de la ley, o ASUME. Con más de cien mil adictos a drogas en el país, muchos jovencitos y en edad reproductiva, podemos suponer que sus niños, los de una generación sometida a la violencia doméstica y callejera, quizás nos sean capaces de aprender otra cosa que las malas mañas de la calle.
Durante la incumbencia del secretario de Educación Rafael Aragunde, la Educación Especial estaba en el treinta por ciento. El dramático aumento de siete por ciento en años recientes puede suponer una de estas, o todas las que siguen: a) laxitud con las categorías de elegibilidad; b) la jaibería de una sociedad que espera que el Gobierno se lo dé todo; como diría Borges, somos cuatro millones de puertorriqueños pidiendo “room service”; c) el “pool genético” puertorriqueño ha sido alcanzado por varias generaciones sumidas en el alcohol, las drogas, los combos de Burger King, la violencia doméstica. De esta manera, otro de los males escolares, el llamado “bullying” -el antiguo “abuso”- es sintomático de la violencia en el hogar, producto de la exasperación que llevó a la doctora Ortiz a emprenderla contra Daddy Yankee y la Isla Estrella.
No cuestiono que la decisión jurídica en el pleito Rosa Lydia Vélez fuera justa. Ahora bien, como ocurre muchas veces con la compasión, somos incapaces de ver sus consecuencias, las repercusiones sociales. Nuestra Constitución garantiza el derecho a la educación. Esa decisión jurídica ha resultado en una enmienda constitucional, porque también tenemos derecho, por lo visto, a la Educación Especial. Estamos ante una jurisprudencia que, operando en un vacío sociológico, ha sido capaz de comprometer, por generaciones, el futuro de la educación en Puerto Rico.