¿PRIVACIQUÉ?
Se roban fotos de una celebridades en plena confesión de que disfrutan la estética pornográfica y, después de ver las fotos, la sociedad se lanza a una discusión mal informada sobre el derecho a la privacidad. Queridos todos: la privacidad está más muerta que Tutankamón y, al igual que la tiesa momia del joven faraón, queda de ella un delicado relicario que tratamos con mucha reverencia y una saludable dosis de negación.
Por desgracia, la hiperconectividad ha traído consigo una sociedad panóptica donde, fuera de que la ojeada perenne suele venir desde arriba, no está muy claro quién nos está mirando, por qué lo hace y qué podemos hacer para escondernos un poco.
Alguien lee nuestros correos electrónicos y mensajes de texto. Alguien ve nuestras fotos y las cámaras en lugares públicos amenazan con ser tan normales como las paredes. Alguien sabe a quién llamas, qué dices, las páginas que visitas y una larga línea de etcéteras. En fin, la privacidad es una quimera que guardamos en el cajón equivocado porque, más que un tesoro, es un recuerdo.
Pretender que cualquier documento o foto que se coloca en una computadora disfruta de la protección de un derecho que ha ido desapareciendo a lo largo de las últimas tres décadas sólo puede ser resultado de una ignorancia crasa o una ceguera autoimpuesta. La privacidad en la era digital es una ilusión barata, una utopía que jamás podríamos convertir en realidad porque la infraestructura para hacerlo no existe.
Si quedaba algo de vida en cuerpo seco e inmóvil de la privacidad, las impunes prácticas de las grandes compañías de información y tecnología, el Patriot Act y la propia estupidez humana terminaron de liquidarlo.
Hoy, proteger la privacidad es un acto civil e individual que recae en aquél que le interese. Protestar porque falló, o porque no nos gusta que no esté ahí, es un derecho extinto tan útil como llorar por los dinosaurios. Bienvenidos al futuro.