Sin planes de enmienda con la educación especial
Poco puede hacer el Departamento de Educación para que los tribunales reconsideren el aumento de la multa diaria que se le ha impuesto por incumplir con los servicios a los estudiantes de educación especial, si no acometen con honradez una serie de medida
Durante décadas, en Educación ha prevalecido la indiferencia y el vicio burocrático de recurrir a las artimañas legales para zafarse de sus responsabilidades en materia de educación especial. El pasado 13 de noviembre, la jueza Aileen Navas Auger, del Tribunal de Primera Instancia de San Juan, ordenó aumentar la multa que paga actualmente Educación, que es de $2,000 diarios, a $10,000 cada día, tras reiterar que la agencia había desacatado sus órdenes en el pleito de clase de Rosa Lydia Vélez, quien inició su gesta, en favor de su hija discapacitada, allá para 1980. La jueza también impuso una sanción de $300,000, que debe pagarse en los próximos dos meses y advirtió que de ahora en adelante el Tribunal podrá encontrar incurso en desacato a todo funcionario, empleado o agente del Departamento que no coopere con el cumplimiento de la sentencia del 14 de febrero de 2002. Es una decisión fuerte en respuesta a la terquedad de Educación y su escasa o nula voluntad de cambio.
Fiel a su estilo, en lugar de movilizarse para tratar de mitigar el impacto de la sanción que enfrentan, Educación -a través del Departamento de Justicia, que lo representa en el caso- ha solicitado la reconsideración del aumento en la multa, bajo el principio de que, mientras más sea el dinero que deben pagar, menos podrán cumplir con los servicios para la población de estudiantes con impedimentos y problemas de salud.
El punto podría entenderse, si no fuera porque a lo largo de 34 años, que es el tiempo transcurrido desde que Rosa Lydia Vélez radicó su histórica reclamación, el Departamento de Educación, en unos periodos hundido en corruptelas y, siempre, en agendas burocráticas que consumen su monumental presupuesto, no ha dado pasos contundentes en ninguna dirección.
Al inicio del presente curso escolar, surgían las muestras de incompetencia en torno a la reubicación y renovación de contratos para los asistentes de niños con impedimentos. De igual modo, se agudizaban los problemas de transportación, planta física y maestros con las destrezas y el tiempo necesarios para atender los casos más difíciles. En aquel momento se volvía a debatir la necesidad de reevaluar las estadísticas y los criterios para clasificar a los estudiantes de educación especial, teniendo en cuenta que una tercera parte de la población escolar del sistema público -159,000 niños del total de 380,000- estaban reportados con trastornos físicos o emocionales, o algún tipo de rezago que los excluía de la corriente regular. Un panorama inaceptable.
Enfatizamos entonces que la gran cantidad de recursos que había que destinar a esos 159,000 menores, una parte de los cuales probablemente no tenga ningún tipo de incapacidad, y sí trastornos que pueden resolverse con un cambio de enfoque en el hogar o la escuela, menoscababa el alcance de los programas diseñados para aquéllos con necesidades verdaderas.
No hemos oído nada acerca de la reclasificación estudiantil, que debe ser realizada mediante parámetros científicos modernos e independientes. Remarcamos con anterioridad que la clasificación errónea de un estudiante que entra en el grupo de los que necesitan ayuda especial, cuando la realidad es que por sí solo podría alcanzar sus metas, también lo afecta y limita académicamente.
Si en verdad quiere ganarse la reconsideración del tribunal, y no pagar las multas astronómicas que paga -que pagamos todos-, el Departamento de Educación debe dar señales creíbles de que existe un propósito de enmienda. Debe hacer gestos y, más que gestos, transformaciones firmes, producto del trabajo sustancioso, dejando a un lado las excusas.