CONTRACULTURA
Sin partir de la premisa de las víctimas, me vuela la cabeza en mil pedazos que la violencia contra las mujeres se reúna en torno a lo que hacen, no hacen, visten, no visten, mueven o dejan de mover, como si el peligro de ser mujer fuera una condición preconcebida por los astros y consumada en la Tierra.
Recuerdo que cuando vivía en España detrás de mi edificio había un bosquecito perfecto para correr. La gente llevaba sus perros y la vista al Mediterráneo desde ciertos puntos era impresionante, pero en el fondo de mi mente siempre tenía presente el riesgo que suponía andar sola. Tomaba en consideración lo que me ponía por no llamar la atención, mis sentidos los tenía a millón, pendiente de cualquier variación de ritmo para que la reacción reptil de lucha o huida hiciera su trabajo a tiempo y con “pepper spray” siempre en la mano. Per se “full”.
Te acostumbras a vivir con miedo, lo normalizas, hasta pensar que sentirte así es dado por Dios. Tan normal como caminar por San Juan y que te saquen un cañón, te apunten, porque sí, y así mismo lo guarden y sigan su camino. No sé, en ese momento andaba con mi hermano y el corazón se me hizo una melcocha, y pensé, no, esto no es normal.
La violencia en ninguna de sus manifestaciones debe ser una rutina aceptada. “Pégame, ay fó qué rico” nadie dijo nadie fuera de ciertos contextos muy limitados. “I can’t breath”, tampoco. Y la complicidad mediática por mantener silencio, desviar la información y sencillamente no dar a conocer estos acontecimientos desde un punto de vista crítico es más que alarmante.
Ello se suma a la complicidad de vagancia intelectual entre redactor-lector por no salir del “confort zone” que el cambio supone porque por alguna razón pensar es un crimen contracultural.