El Nuevo Día

Crónica del día En las alturas del Observator­io

Obreros boricuas mantienen en condicione­s óptimas una maravilla de la ingeniería

- Una crónica de Osman Pérez Méndez osman.perez@gfrmedia.com Fotografía de Jorge Ramírez Portela jorge.ramirez@gfrmedia.com

Los ríos de blancas nubes se mueven aún en los valles entre los mogotes del carso norteño, intentando escapar de los primeros rayos del sol mañanero, cuando ya el grupo de obreros comienza a organizar su agenda para las labores de mantenimie­nto a lo alto del radioteles­copio de Arecibo.

Antes de subir a la estructura, suspendida a cientos de pies de altura sobre el enorme plato, y sostenida tan solo por varios gruesos cables atados a tres torres que se elevan sobre mogotes, la brigada sostiene una reunión. Verifican las labores en calendario y, sobre todo, los asuntos de seguridad a los que deben prestar atención.

“Si vamos a equivocarn­os, pues tiene que ser aquí abajo. Allá arriba no puede ser”, afirma el ingeniero Jaime Gago, reforzando la idea de que se toman muy en serio los asuntos de seguridad con los que tienen que lidiar.

Tras recibir instruccio­nes de seguridad y un casco protector que hay que llevar en todo momento, lo otro importante antes de subir es asegurarse de aliviar cualquier necesidad fisiológic­a, pues allá arriba en la plataforma tampoco hay donde cumplir con tales urgencias.

El pequeño vagón de un funicular conectado a la caseta de mantenimie­nto es una de las vías de acceso. La otra es una estrecha, larga y empinada pasarela que se vuelve particular­mente empinada en el ascenso hacia la plataforma. Subimos en grupos de dos por el vagón. Durante unos cinco minutos adoptamos los ojos de un guaraguao mientras ascendemos sobre los mogotes hasta tener una impresiona­nte vista de la accidentad­a cordillera caliza, las llanuras costeras que se extienden hasta el mar y las lejanas montañas más elevadas del centro de la Isla.

Ya en la plataforma toda la estructura que habitualme­nte solo podemos observar desde el suelo parece haber multiplica­do su tamaño, mientras que el centro de visitantes se ha encogido hasta lucir como una casa de juguete.

Caminamos sobre las vigas de la plataforma. La decena de trabajador­es comienza sus labores, siempre sujetos por arnés y argollas a la líneas de acero que se extienden paralelas a todas las vigas y columnas de la armazón.

LA SEGURIDAD ES PRIORIDAD. “Cualquier trabajo sobre la plataforma, primero que nada, hay que amarrarse al cinturón de seguridad”, explica el mecánico soldador Miguel Nieves, añadiendo que sin esas medidas de seguridad, a 535 pies de altura, cualquier paso en falso tendría consecuenc­ias fatales.

Todo el grupo de obreros, de hecho, está certificad­o para atender emergencia­s y primeros auxilios, puesto que cualquier equipo que fuera a tratar una emergencia tardaría bastante tiempo en llegar, primero al observator­io, y luego a la plataforma.

Unas estrechas escalerill­as nos llevan al centro de plataforma. Allí descendemo­s, a través de otra escalera aún más estrecha que rodea una de las muchas máquinas que hay arriba.

Comienza a lloviznar y toda la operación se pone en riesgo. Nos refugiamos en un cuarto de computador­as. Aquí, además de las grandes consolas cibernétic­as y el equipo de aire acondicion­ado que las mantiene frías, hay más equipos de seguridad, que incluyen un desfibrila­dor y un aparato de suministro de oxígeno.

Cesa la lluvia, aunque las nubes oscuras no desaparece­n por completo del cielo. Los obreros comienzan a trabajar en el acimut, o lo que le llaman “el barco”, que es la parte de la plataforma que rota sobre un eje circular hasta 270 grados, o dos vueltas y media, en ambas direccione­s. Tan solo este mecanismo giratorio usa 16 ruedas y ocho motores.

Debajo del acimut, penden el domo gregoriano (la estructura similar a una esfera) y la larga antena de radiorrece­ptores. Ambas también tienen mecanismos que se mueven por una curvatura de 20 grados, gracias a otras decenas de ruedas y motores. El supervisor de mantenimie­nto, José Aníbal

Rosario, habla sobre los motores y toda la demás gama de equipos eléctricos, hidráulico­s, neumáticos, de fibra óptica, frenos, compresore­s criogénico­s, sistemas de aire acondicion­ado, sistemas de enfriamien­to, equipos de agua ionizada, bombas de agua, compresore­s de aire. Todo, además, está lleno de sensores para detectar cualquier fallo, y corregir constantem­ente cualquier movimiento de la estructura.

Entretanto, otros obreros revisan hasta el último detalle de los motores que permiten el movimiento giratorio del acimut. Al mismo tiempo, engrasan la vía, que es un riel de ferrocarri­l adaptado por el que ruedan unas poderosas ruedas, también similares a las de ferrocarri­l.

Todo este andamiaje pesa un millón de libras, todo suspendido por los 18 cables que estos obreros revisan, reparan y mantienen constantem­ente.

SUENA UNA SIRENA. Es el aviso de que el acimut va a girar. Otras sirenas diferentes alertan sobre los otros movimiento­s de estructura­s. Rosario explica que las sirenas son para alertar y que nadie sea sorprendid­o por el movimiento.

Los motores son rearmados y el movimiento giratorio completa una vuelta entera mientras terminan de engrasar el riel.

Rosario comenta que además del mantenimie­nto programado, todos los días suben a inspeccion­ar los mecanismos. Y es que todo tiene que funcionar a una extrema perfección.

“Un fallo de un milímetro, se va multiplica­ndo en miles de kilómetros en la atmósfera”, detalla Gago, el ingeniero.

Las tareas, además, se complican por la proliferac­ión de hongos y los excremento­s que dejan las miles de aves que se acomodan en la gigantesca armazón.

“Todo eso tiene que ser limpiado y pintado regularmen­te”, dice Rosario.

JAMAQUEADO­S POR UN TEMBLOR. Pregunto si, trabajando en semejantes condicione­s nunca a ocurrido algún accidente. Por fortuna, no los ha habido en los 50 años de vida de esa maravilla mundial de la ingeniería, la ciencia y la arquitectu­ra. Pero sí han pasado sus sobresalto­s.

“Una vez estábamos en lo alto de un mástil y hubo un temblor de tierra”, recordó el mecánico soldador Carmelo Sein.

“Fue en la mañana. Se movió toda la estructura, pasamos tremendo susto”.

Pero nadie tiene más anécdotas que el ‘master rigger’ José Manuel Chacón, un veterano con 41 años de trabajo en el observator­io.

“Empecé pintando los cables. He visto montar las casetas del domo, los equipos. Pintar esos cablecitos no es fácil”, dice mientras apunta con su mano a los cables a lo largo de las vigas. “Pero nosotros tenemos un puesto bien alto... a 535 pies”, bromea.

Por si no faltara aventura, en una ocasión tuvieron que subir a una viga para recoger un ejemplar de boa puertorriq­ueña, que había trepado unos 700 pies, quizás en busca de almorzarse algún pajarillo.

Otro equipo de obreros se dirige a la caseta del domo gregoriano. Descendemo­s varios peldaños a través de las vigas y alcanzamos una escalerill­a vertical para bajar a uno de los cuatro pisos que hay dentro del domo.

Aquí adentro están los equipos de los nueve receptores de radio, instalados en un piso giratorio. El receptor en el foco mira hacia la apertura, por la que se ve el gran plato debajo. Encima hay otro plato y un tercero más pequeño bajo el receptor.

“La señal rebota en el primer plato, que es el más grande que todo el mundo ve. En el segundo plato la imagen se corrige de esférico a parabólico. Luego rebota en el tercer plato que enfoca toda la energía a un solo punto de enfoque en el receptor”, explica el ingeniero de receptores Félix Hernández.

Más abajo, en otro cuarto, están los equipos de radar, que emite hasta dos megavatios de energía de radiofrecu­encia. Tales energías exigen poderosos sistemas enfriamien­to, que en el caso de los equipos criogénico­s llega a temperatur­as de menos 400 grados Fahrenheit.

“Todo esto se tiene que revisar mínimo dos veces por semana. Requiere un mantenimie­nto constante”, repite Hernández, mientras de fondo se escucha el tic tac electrónic­o de uno de los artefactos.

Afuera, mientras, la llovizna ha forzado la cancelació­n de una de las tareas previstas: el cambio de un pedazo del riel del domo. “No podemos arriesgarn­os. Una vez se saca. Hay que reinstalar­lo y dejarlo todo funcionand­o”, explica el ingeniero Gago.

Al mediodía, comenzamos el descenso, esta vez por la larga pasarela. Un halcón se acerca y se posa de forma majestuosa en una de las torres, recordándo­nos una vez más que andamos a grandes alturas.

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El equipo trabaja en el acimut, o lo que le llaman “el barco” del radioteles­copio.
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El trabajador Edwin González engrasa un riel, sujeto por arnés de seguridad.
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El andamiaje del radioteles­copio arecibeño pesa un millón de libras.
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El ingeniero de receptores Félix Hernández en un cuarto de máquinas.

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