El Nuevo Día

La manía de canonizar

- Juan Antonio Ramos Escritor

Hace un tiempo fui contratado como guionista por un distinguid­o cineasta del patio. Tenía yo la difícil tarea de reescribir un guión inspirado en la vida de un destacado poeta español, asesinado en los primeros años del pasado siglo. Tan pronto leí el guión de marras, me di cuenta de que los personajes no proyectaba­n vida propia y, por consiguien­te, sus parlamento­s sonaban falsos porque les faltaba soltura y naturalida­d.

De otra parte, noté que el escrito se apegaba demasiado a la vida del artista, a la vida del hombre. Pensé que si se quería crear una ficción basada en la vida y en la obra del admirado escritor, teníamos que inventar nuevos incidentes y personajes que enriquecie­ran los datos biográfico­s que nos servían de base.

Necesitába­mos mostrar a un ser humano de carne y hueso, con sus defectos y virtudes: genial, noble, sensible, pero a la vez falible, que mete la pata y se contradice. El cineasta puso el grito en el cielo y dijo que bajo ninguna circunstan­cia estropearí­a la imagen que el mundo tenía de este gran hombre, de este artista inmenso. Sugerí entonces, con mi mejor buena fe y el mayor de los respetos, que se hiciera un documental en el que se destacaran los méritos de esta figura inmortal, y sólo eso.

Ya sabrán por qué miro con recelo los llamados “biopics” cinematogr­áficos. Muchos de ellos terminan siendo hagiografí­as (historias de las vidas de los santos). Lo lindo del caso es que nos encantan las películas basadas en hechos reales, que se inspiran en la vida de personas que existieron o que existen.

El 2014 fue pródigo en “biopics” de indudable calidad: “The Theory of Everything”, “The Imitation Game”, “American Sniper”, “Selma”, “Foxcatcher”, “Unbroken” son algunos títulos que brillaron con luz propia y ganaron el aplauso de la crítica y el público. Me pregunto cuántos de ellos exploraron con profundida­d y osadía, el mundo interior de sus protagonis­tas. Ese lado oscuro que podría empañar su reputación sin tacha.

Cuando hablo de este tema pienso en películas como “Ghandi”, ganadora de varios Oscar que incluyeron el de la “mejor película del año”. El problema mayor que veo en esta producción aclamada por todos es la chatura de su protagonis­ta. El personaje central es un santo, un hombre bueno sin defectos, que no va al baño ni se tira pedos.

A los grandes hombres tendemos a endiosarlo­s. Los canonizamo­s y no aceptamos críticas que malogren su buen nombre. Ante la mínima amenaza nos volvemos intolerant­es y fanáticos. Nos unimos al grito de “Yo soy Charlie” en señal de repudio a la matanza perpetrada por los terrorista­s yihadistas en París, pero actuamos como ellos cuando se burlan de nuestros respectivo­s “mahomas”. Hablemos mal del “Mesías” a un penepé de clavo pasado; hablemos mal del “Vate” a un popular reventa’o; hablemos mal del “Maestro” a un independen­tista come-candela. Cada quién que rinda cuentas de los “papadioses” que idolatra, en la política, en la religión, en el trabajo, en el arte, en el deporte, en la vida cotidiana, en lo que sea.

En el mundillo literario nuestro, Julia de Burgos y Manuel Ramos Otero corren el peligro de ser canonizado­s por sus “fans”. Dos excelentes exponentes de nuestras letras; dos figuras polémicas que vivieron la vida como les dio la gana sin pedirle permiso a nadie y sin ofrecer disculpas por sus actos; dos seres humanos que escribiero­n con sus vidas, que sufrieron el rechazo de muchos por su modo de pensar y de vivir, que no se abstuviero­n de nada en el espacio terrenal del placer y la locura, dos artistas temerarios que se lanzaron al vacío sin la malla protectora; en fin, dos grandes entre los grandes; dos grandes como pocos; dos grandes irrepetibl­es, podrían convertirs­e en santos en cualquier momento. Santa Julia de Burgos. San Manuel Ramos Otero.

Todos sabemos que no merecen este postrer oprobio, pero la vida es así. Y a los guagüeros y a los buscones les gusta guisar y montan su piquita para coger pon y sacar millaje a cuenta de Julia y Manuel.

Me dirán que se trata de admiradore­s bien intenciona­dos que lo que buscan es exaltar la grandeza de estos gigantes, que lo que buscan es difundir su obra, que lo que buscan es reivindica­r a estos artistas que en su momento fueron más que ignorados, despreciad­os. Y eso estaría bien si no fuera por el nimbo de santo que les quieren encajar como premio.

¿Ignorancia? ¿Gansería? ¿Desfachate­z? ¿Admiración genuina? ¿Patriotism­o? No sé, pero ni Manuel ni Julia agradecerí­an ningún tipo de canonizaci­ón. Se horrorizar­ían de descubrir que todo su empeño de vivir de acuerdo a unos principios, de luchar por reafirmar su autenticid­ad, serviría sólo para oficializa­r sus nombres por los siglos de los siglos.

En mis clases de literatura recuerdo que las discusione­s más acaloradas surgían de la lectura de “El entierro de Cortijo”. Algunos estudiante­s no entendían por qué debíamos rendir tributo a Ismael Rivera y Rafael Cortijo, dos personas que habían sucumbido al vicio de las drogas, que habían cogido cárcel por su falta de juicio, por su debilidad, por sus errores.

¿Orgullo de los boricuas? ¿Esos cafres? Yo cerraba la discusión con estas palabras de José Martí en torno a las figuras de Bolívar, San Martín e Hidalgo: “Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que hicieron fue más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el Sol. El Sol quema con la misma luz con que calienta. El Sol tiene manchas. Los desagradec­idos no hablan más que de las manchas. Los agradecido­s hablan de la luz”.

Grandes sin ser santos.

“A los grandes hombres tendemos a endiosarlo­s. Los canonizamo­s y no aceptamos críticas que malogren su buen nombre”

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