El Nuevo Día

El sexo omega

- PUNTO FIJO

Araíz de la reciente conmemorac­ión del 70 aniversari­o de la liberación de Auschwitz, el portal de Internet BBC Mundo publicó un reportaje sobre otro campo de concentrac­ión nazi muchísimo menos conocido.

El infierno de tortura y exterminio que fue el campo de Ravensbrüc­k, en Alemania, puede considerar­se, según la investigad­ora Sarah Helm, la “capital del crimen contra las mujeres”. Allí iban a pararlas llamadas “antisocial­es”: judías, gitanas, prostituta­s, lesbianas, prisionera­s políticas y enfermas mentales de cualquier edad, extracción o nacionalid­ad.

El reportaje da que pensar. En la guerra, como en la paz, las mujeres siempre llevan las de perder. Los crímenes masivos perpetrado­s por gobiernos verdugos a través de la Historia afectan doblemente a la hembra de la especie. Sufre los castigos destinados a la humanidad general, además de los que se le infligen por razón de su sexo. Desoladora realidad, sin distingos geográfico­s ni temporales, que casi acredita la pamplina bíblica de la “maldición de Eva”.

Se ha dicho que el veinte fue el siglo de la liberación femenina. Esa apreciació­n expresa una verdad muy relativa. Si bien es cierto que las luchas feministas del pasado permitiero­n -sobre todo en Occidente- la conquista de derechos fundamenta­les como el acceso a la educación, al voto y al empleo, no se puede negar que, aun en las sociedades más avanzadas, el discrimen de género sigue rampante.

Todavía, a estas alturas del juego, las mujeres ganan menos que los hombres. A esa injusticia institucio­nalizada se suman los abusos del hostigamie­nto sexual en el centro de trabajo. La población femenina -mayoritari­a en el planeta y a menudo responsabl­e principal del sostén económico de la familia- tiene una representa­ción política inversamen­te proporcion­al a su importanci­a.

El peor de los escenarios de la desigualda­d es el doméstico. Las funciones caseras de la mujer trabajador­a constituye­n otra agotadora jornada suplementa­ria. Para colmo, los deberes asignados de esposa y madre incluyen también los de enfermera de turno continuo al cuidado de parientes encamados.

Y eso sin hablar de la violencia machista, ejercida en el secreto de la intimidad conyugal; ni de las agresiones incestuosa­s que en el seno hogareño padecen niñas y jóvenes; ni del peligro permanente de la violación, que frena iniciativa­s y restring libertades; ni del silenciami­ento definitivo por la vía del asesinato; ni de los foros públicos donde las víctimas son rematadas.

No en balde ha dicho, con lujo de ironía, Isabel Allende que es preferible ser macho. No en balde Friedrich Engels describió a la mujer como “el proletario del hombre”. Allende dio en el clavo. Engels se quedó corto. Un proletario es, por lo menos, un obrero asalariado. Las mujeres rinden gratis una faena ilimitada que amerita el nombre de trabajo esclavo.

Por lo visto, en los paraísos primermund­istas, la condición femenina es una especie de ciudadanía degradada. ¿Cómo designar entonces el estado de absoluta opresión y total indefensió­n en que viven las habitantes de países asolados por el hambre, el analfabeti­smo, la insalubrid­ad, las guerras territoria­les y las ideologías religiosas tiránicas?

Pienso, por ejemplo, en el secuestro en masa de unas escolares nigerianas por una pandilla terrorista fanática. Pienso en las lapidacion­es de mujeres iraníes acusadas de transgresi­ones ficticias o reales. Pienso en la mutilación genital a la que son sometidas las niñas somalíes para “protegerla­s” de sensacione­s pecaminosa­s. Pienso en los matrimonio­s forzados, en los abortos provocados cuando el feto es hembra, en los “crímenes de honor” por la menor infracción a los códigos tribales, en la trata infantil y las violacione­s de grupo que son moneda corriente en países como India, Pakistán y el Congo. Pienso en esas filas interminab­les de madres centroamer­icanas que cruzan la frontera mexicana para llegar a Estados Unidos con sus hijos flaquitos en los brazos.

En virtud del infame estatus de subordinac­ión que parece ser idiosincra­sia universal de la mujer en este mundo de infinitas crueldades, la escritora francesa Simone de Beauvoir nos apodó el “segundo sexo”. Segundo, en mi humildísim­a opinión, es demasiado “standing”. En busca de una medida que refleje nuestra crasa inferiorid­ad jerárquica, sólo se me ocurre un término zoológico.

La letra griega “alfa” representa, en el reino animal, al individuo dominante de la manada. “Omega”, en cambio, es el miembro más postergado, humillado y atropellad­o. Ya que los hombres han tenido la suprema arrogancia de atribuirse el rango alfa, ¿puede alguien en su sano juicio dudar de que a las mujeres nos ha tocado el sexo omega?

Por ahora, señores, créanme que por ahora.

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Escritora Ana Lydia Vega

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