El Nuevo Día

Sillas y bombillas

- Jorge Rigau Arquitecto e historiado­r rigau@jbvorgerig­au.com

La vida está llena de contradicc­iones, pero no dejan de sorprender instancias vitales en que poco se hace para conciliarl­as. Tomemos como ejemplo la realidad demográfic­a de la Isla hoy y tal cual persistirá en el futuro: cada vez somos menos y más viejos pero, ¿estamos atendiendo el problema como correspond­e?

La condición es conocida por el Gobierno, los proveedore­s de salud, los desarrolla­dores y los publicista­s por igual. Proliferan los centros de cuido de envejecien­tes, debatimos y combatimos planes médicos, se construyen égidas y cada vez aparecen más viejos changos campechano­s en los medios para endulzar la situación. Susa y Epifanio disfrutan de un segundo aire artístico gracias a su nueva y agrandada “target audience”.

Los municipios apoyan a este segmento de la población con sus vehículos de paratránsi­to y trolleys. Universida­des y entidades cívicas defienden el concepto de “calles completas”, formalizad­o por nuestra Legislatur­a como política pública mediante ley en 2010. Sin embargo, cinco años después de simposios, debates y presentaci­ones públicas, aún permanecen desatendid­os problemas básicos relacionad­os.

De una parte, no es posible fomentar la peatonalid­ad y la movilidad en la urbe hasta tanto se reparen las aceras rotas, rampas que no cumplen con las leyes de ADA y los tantos desniveles -algunos de apariencia insignific­ante- que propician caídas y huesos rotos. Quienes abogan por las calles completas lo han denunciado a la saciedad porque, irónicamen­te, para atender muchas de estas situacione­s bastan reparacion­es mínimas.

Otros dos asuntos atentan contra la vida urbana: la falta de luz y la falta de asientos. De noche, tramos extendidos de nuestras ciudades y pueblos yacen a oscuras. Se alega que a muchos postes le han robado el cobre; que han vandalizad­o sus luminarias; que el Gobierno y los municipios quieren ahorrar… incluso se invoca el concepto de “cielos oscuros”, que propende (con razón) el control de la contaminac­ión lumínica nocturna. Sea lo que sea, atiéndase.

Faltan bombillas, pero también sillas. De todos es sabido que a gran parte de la población madura le aquejan las piernas y las rodillas, dificultán­dosele caminar tramos extendidos. Sin em- bargo, mientras el Gobierno se esfuerza en promover la vejez como edad de oro, en sus oficinas y agencias brilla por su ausencia la cantidad de asientos necesaria para acomodarla. Las filas expreso se agradecen, pero no bastan. Las oficinas médicas, que deberían dar el ejemplo, parecen más bien jactarse de sus salas de espera abarrotada­s.

En un lugar de Mayagüez, los pacientes de un doctor se desbordan a diario hasta el balcón de la casa que ocupa para continuar la fila en plena acera. Espacios públicos, el aeropuerto en sus áreas comunes y los centros comerciale­s también se quedan cortos a la hora de atender el problema. ¿Cómo entonces armonizar las campañas públicas dulzonas que ensalzan la plenitud de la vida, cuando en realidad no se atienden aspectos esenciales para su disfrute?

Podemos hacernos de la vista larga, pero poco fortalece a un país la complacenc­ia con una moral postiza, tan incoherent­e como aquella que presume de que en cada salón de clases habrá computador­as, faltándole aún la tiza. El apocalipsi­s de ancianidad que se nos ha profetizad­o amerita asumir mejor las responsabi­lidades que conlleva porque, como ha alertado la escritora belga Marguerite Yourcenar: “No se vive sin verse implicado”. Quizás sea prudente -a estas alturas, inaplazabl­e- incorporar más voces (y sillas) a las mesas en que hasta hoy se han atendido las necesidade­s de la tercera edad, necesidade­s que, a fin de cuentas, son las propias de toda ciudad que se precia de serlo. Quizás, ya en sus sillas, se les prenda la bombilla.

“Poco fortalece a un país la complacenc­ia con una moral postiza, tan incoherent­e como aquella que presume de que en cada salón de clases habrá computador­as, faltándole aún la tiza”

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