Sillas y bombillas
La vida está llena de contradicciones, pero no dejan de sorprender instancias vitales en que poco se hace para conciliarlas. Tomemos como ejemplo la realidad demográfica de la Isla hoy y tal cual persistirá en el futuro: cada vez somos menos y más viejos pero, ¿estamos atendiendo el problema como corresponde?
La condición es conocida por el Gobierno, los proveedores de salud, los desarrolladores y los publicistas por igual. Proliferan los centros de cuido de envejecientes, debatimos y combatimos planes médicos, se construyen égidas y cada vez aparecen más viejos changos campechanos en los medios para endulzar la situación. Susa y Epifanio disfrutan de un segundo aire artístico gracias a su nueva y agrandada “target audience”.
Los municipios apoyan a este segmento de la población con sus vehículos de paratránsito y trolleys. Universidades y entidades cívicas defienden el concepto de “calles completas”, formalizado por nuestra Legislatura como política pública mediante ley en 2010. Sin embargo, cinco años después de simposios, debates y presentaciones públicas, aún permanecen desatendidos problemas básicos relacionados.
De una parte, no es posible fomentar la peatonalidad y la movilidad en la urbe hasta tanto se reparen las aceras rotas, rampas que no cumplen con las leyes de ADA y los tantos desniveles -algunos de apariencia insignificante- que propician caídas y huesos rotos. Quienes abogan por las calles completas lo han denunciado a la saciedad porque, irónicamente, para atender muchas de estas situaciones bastan reparaciones mínimas.
Otros dos asuntos atentan contra la vida urbana: la falta de luz y la falta de asientos. De noche, tramos extendidos de nuestras ciudades y pueblos yacen a oscuras. Se alega que a muchos postes le han robado el cobre; que han vandalizado sus luminarias; que el Gobierno y los municipios quieren ahorrar… incluso se invoca el concepto de “cielos oscuros”, que propende (con razón) el control de la contaminación lumínica nocturna. Sea lo que sea, atiéndase.
Faltan bombillas, pero también sillas. De todos es sabido que a gran parte de la población madura le aquejan las piernas y las rodillas, dificultándosele caminar tramos extendidos. Sin em- bargo, mientras el Gobierno se esfuerza en promover la vejez como edad de oro, en sus oficinas y agencias brilla por su ausencia la cantidad de asientos necesaria para acomodarla. Las filas expreso se agradecen, pero no bastan. Las oficinas médicas, que deberían dar el ejemplo, parecen más bien jactarse de sus salas de espera abarrotadas.
En un lugar de Mayagüez, los pacientes de un doctor se desbordan a diario hasta el balcón de la casa que ocupa para continuar la fila en plena acera. Espacios públicos, el aeropuerto en sus áreas comunes y los centros comerciales también se quedan cortos a la hora de atender el problema. ¿Cómo entonces armonizar las campañas públicas dulzonas que ensalzan la plenitud de la vida, cuando en realidad no se atienden aspectos esenciales para su disfrute?
Podemos hacernos de la vista larga, pero poco fortalece a un país la complacencia con una moral postiza, tan incoherente como aquella que presume de que en cada salón de clases habrá computadoras, faltándole aún la tiza. El apocalipsis de ancianidad que se nos ha profetizado amerita asumir mejor las responsabilidades que conlleva porque, como ha alertado la escritora belga Marguerite Yourcenar: “No se vive sin verse implicado”. Quizás sea prudente -a estas alturas, inaplazable- incorporar más voces (y sillas) a las mesas en que hasta hoy se han atendido las necesidades de la tercera edad, necesidades que, a fin de cuentas, son las propias de toda ciudad que se precia de serlo. Quizás, ya en sus sillas, se les prenda la bombilla.
“Poco fortalece a un país la complacencia con una moral postiza, tan incoherente como aquella que presume de que en cada salón de clases habrá computadoras, faltándole aún la tiza”