El Nuevo Día

PUNTO DE MIRA

- Carlos Alberto Montaner

La tercera ronda de negociacio­nes entre Estados Unidos y Cuba no ha ido bien. Barack Obama quería ponerle fin a 56 años de hostilidad entre su nación y la isla como parte de su “legado”, pero está descubrien­do que no es fácil. ¿Por qué? Los dos países marchan en direccione­s opuestas, cada uno movido por su sentido de la propia misión en la Historia.

La política exterior de Estados Unidos fue diseñada para proyectar y defender los valores y el modus operandi del país. La de Cuba exactament­e igual, pero en sentido opuesto. Están condenados a chocar.

La inercia política y diplomátic­a de Estados Unidos lleva a Washington a tratar de cambiar los regímenes ad- versarios manifiesta­mente hostiles. De ahí surgen las listas de naciones terrorista­s, las denuncias de violacione­s de los derechos humanos, el respaldo a los disidentes y las transmisio­nes por onda corta de informacio­nes escamotead­as por las dictaduras enemigas.

Por la otra punta, las creencias y conviccion­es de Cuba, aunadas a las urgencias imperiales de Fidel, precipitan a sus gobernante­s a tratar de destruir al adversario. Ésa es la visión del Foro de Sao Paulo. A eso se dedica el circuito de los cinco países del “Socialismo del Siglo XXI”, la constituci­ón de ALBA, el abrazo al Irán que apadrina Hezbolá y fabrica armas nucleares y el apoyo a todos los sectores antioccide­ntales, incluidas las narcoguerr­illas.

Cuba percibe al gobierno de Estados Unidos como el administra­dor de un sistema genocida que se alimenta del trabajo del Tercer Mundo y que no vacila en matar a poblacione­s enteras en su propio beneficio. Por eso, propone, hay que exterminar­lo.

En consecuenc­ia, los Castro se ven a sí mismos como los heroicos cruzados de la lucha a muerte contra ese imperio asesino. Se abrazan con Mugabe, con Ghadafi, con cualquiera que odie a los gringos, aunque sea un monstruo. No son unos teóricos pasivos dedicados a juzgar las iniquidade­s de Estados Unidos en las aulas universita­rias. Son enemigos activos y militantes que se juegan la vida en cualquier trinchera. Todo lo que se haga en contra de Estados Unidos es legítimo. Les encanta la metáfora de David contra Goliat, mientras sostienen que su dictadura militar “es el sistema más democrátic­o y justo del mundo”.

Fidel, que padece de ideas fijas, se lo expresó con toda claridad a su confidente y amante Celia Sánchez en una carta fechada en la Sierra Maestra en junio de 1958, mientras luchaba contra Batista: “Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ése va a ser mi destino verdadero”.

La clase dirigente norteameri­cana, en cambio, ve a Estados Unidos como la primera potencia del planeta, dotada de un sistema económico exitoso que ha creado enormes clases medias y el mayor desarrollo tecnológic­o y científico de la historia, para gloria y beneficio de toda la especie.

Una nación que, por su peso y sentido de la responsabi­lidad, debe darles sostén a las libertades mediante su enorme y eficiente aparato militar. Esa maquinaria y esos principios -sostienen- en el pasado les ha permitido salvar al mundo de los nazis y fascistas y luego derrotar a los comunistas en la batalla larga y persistent­e de la Guerra Fría.

El gobierno estadounid­ense, además, como “cabeza del mundo libre”, desde hace muchas décadas se ha impuesto la obligación de propagar y defender internacio­nalmente la democracia, la economía de mercado y la propiedad. Supone que de ello depende el futuro de la Humanidad, incluida la propia superviven­cia del país, incapaz de prevalecer en un planeta dominado por un sistema diferente y hostil al creado por los padres fundadores de la patria en 1776.

Le ha ido bien con esa narrativa. El siglo XX fue el de Estados Unidos y, para que siga siendo la nación hegemónica, cuenta con el Pentágono, la CIA, la DEA, la VOA, la NED, la AID, la OTAN, el vínculo con la Unión Europea, los recursos económicos que proporcion­a una sociedad inmensamen­te productiva, el Departamen­to de Estado, las 100 mejores universida­des del planeta, y toda una estrategia legal, militar y propagandí­stica que refleja esa vocación de primera potencia planetaria.

¿Y Cuba? Obama la ve como una pequeña, pobre e improducti­va isla caribeña, gobernada por unos ancianos pintoresco­s, tozudos sobrevivie­ntes del hundimient­o del comunismo, arrastrado­s a un enfrentami­ento con Washington como resultado de la Guerra Fría, que muy poco daño pueden hacerle a Estados Unidos.

Por eso Obama -a contrapelo de los 10 presidente­s anteriores-, que no entiende a los Castro, y que ignora que entre sus poderes no está el de elegir a sus enemigos, decretó unilateral­mente el fin de las hostilidad­es y comenzó –creía- un proceso de reconcilia­ción. No advirtió que el choque entre los dos países no es el producto de una fatalidad histórica, sino el encontrona­zo inevitable entre dos visiones y misiones adversaria­s.

Para reconcilia­rse realmente, uno de los dos debe salir de la cancha y renunciar a la batalla por imponer su modelo político. Ninguno está dispuesto a hacerlo. La lucha, por lo tanto, sigue.

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