El Nuevo Día

90 días Yo también fui a la guerra

- Texto Yaisha Vargas Especial para Por Dentro

San Diego, California. Una playa de arena dorada y negra. Mis pies se hunden entre granos que destellan oro y piedras de río color malva. Parecen higos sedientos saciados por el Océano Pacífico. Aquí decidí claudicar mis batallas. Frente a ese mar de paz, le dije adiós a un tío que amaba mucho y que trascendió al infinito cuando yo tenía 11 años. Vuelvo al mar, y a su sinfonía cíclica y absoluta, en medio de otra transición de vida.

Hace meses, algunas de mis plantas comenzaron a morir, pese a que eran regadas con amor. Llegaba a mi hogar sintiendo que ya no lo era. Volví a escuchar esa vocecita que me visitó tiempo antes de salir de Puerto Rico y meses antes de mudarme del apartament­o en el que viví en Kansas City a la casa en la que resido en Unity Village: empaca tus cosas porque pronto te vas a mudar. “No, no, no”, le respondí. “Me dijiste que éste sería mi hogar. ¿A dónde me llevas ahora?”

Comencé a tener batallas internas con otros seres humanos. Di más allá de lo que podía para tener paz mutua. Sentí que dejé mi integridad emocional al borde del maltrecho. Anhelaba soltar la guerra y no podía.

Una maestra de meditación me invitó a mirar profundame­nte en mí. Cuando otra persona hace algo que despierta dolor, la práctica consiste en investigar qué es lo que verdaderam­ente nos duele. Así que abrí mi corazón, le dije a la Vida que quería saber porqué aún sentía que tenía enemigos.

Minutos después llegué a mi grupo de meditación de los miércoles. Leíamos el libro “A Path With Heart” del psicólogo y maestro budista Jack Kornfield. Comenzamos el capítulo “Stopping the war”, sobre los conflictos internos que cargamos y cómo detenerlos.

Mis compañeros de meditación leían en voz alta. Cada párrafo tocaba una cuerda de la sinfonía de mi dolor interno. Esta vez, no le impuse una historia a mis emociones. No dejé que mi mente se perdiera pensando en los actos hirientes de otros hacia mí. Más bien, respiraba profundame­nte y le decía a mi dolor: “Estoy aquí, estoy presente”. Me pregunté qué ocurriría si, en mi mente, le permitía espacio a las personas a quienes les tenía miedo. Mi niña interior se ate- rrorizó. “No estás sola”, le susurré. “Voy a sentir esto por ti”.

El libro llegó a mis manos y sentí que una navaja pequeña y mortal me cortaba el corazón lentamente desde adentro hacia afuera. El párrafo que me tocaba leer narraba la historia de un joven médico que estuvo en la guerra de Vietnam y regresó a Estados Unidos severament­e afectado con estrés posttraumá­tico (PTSD, en inglés).

Durante ocho años, él había tenido pesadillas tras las cuales despertaba agitado y sudoroso. Eso ocurrió hasta que asistió a su primer retiro de meditación. “Durante el retiro, las pesadillas no ocurrieron mientras dormía, llenaban mi mente durante el día ... Donde había una tranquila arboleda de secuoyas, yo veía escenas retrospect­ivas de guerra y horror. Los estudiante­s so- ñolientos en el dormitorio se convertían en pedazos de cuerpos humanos desparrama­dos en una morgue provisiona­l”, relató el exsoldado.

No podía creer que me tocara leer aquel pasaje, minutos después de que mi maestra me invitara a ver mi dolor interior y yo me rindiera a la posibilida­d de verlo y sanarlo. Mi papá había estado en Vietnam.

Mientras yo leía en voz alta la historia del soldado, la navaja que me cortaba por dentro emocionalm­ente me desgarró esófago abajo hasta mi ombligo, dejando expuesta una herida que “sangraba” profusamen­te.

Aguanté el libro con una mano y contuve mi pecho con la otra. Sentí unas náuseas bien fuertes y pensé que no terminaría de leer. Mi voz comenzó a contraerse y pasé el libro a la próxima persona. Me mantuve absorta y presente ante lo que ocurría en mi interior. Respiré, observé todos mis síntomas y pregunté: ¿Qué es esto? La imagen de la herida que brotaba de mí, tan cruda y fuerte, me enseñó que lo que narraba el joven soldado era lo que había vivido mi papá en Vietnam.

Lo que yo sentía en mis estómago era el equivalent­e a la úlcera que él trajo de regreso a Puerto Rico por el trauma que vivió y por beber agua contaminad­a. La herida emocional que yo había arrastrado desde mi niñez y durante toda mi jornada espiritual sin dar en el clavo era el PTSD secundario que había absorbido yo. Comencé a llorar, por primera vez, desde ese espacio en mí en carne viva. No recuerdo haber llorado desde tan adentro y con tanto silencio. Mi dolor había sido tan grande como para darle la vuelta a medio planeta en busca de sanación.

No en balde, cuando “recordaba” en mis meditacion­es el tiempo en el que estuve en el vientre de mi mamá, lo que sentía era ansiedad. Fue mi primera emoción posiblemen­te. Mi herida primaria provenía de un conflicto bélico horrible que había existido antes que yo. Cargaba en mí el dolor de una guerra entera. Mi práctica espiritual pasó de ser individual a estar relacionad­a con la historia de la humanidad. Curar esa herida existencia­l se convirtió en un deber: era el pedazo de mundo que me tocaba sanar.

Esa llaga comenzó a contarme su historia. Dentro de mí vi imágenes de gente mutilada, tanques de guerra y sangre; escuché llantos y dolor ensangrent­ado. Yo aprendí del maestro zen vietnamés Thich Nhat Hanh que igual que nuestros padres viven en nosotros, en nuestros hábitos y ADN, nosotros ya existíamos en ellos antes de nacer.

Por eso tuvo sentido que yo “recordara” estas cosas. Eran tantas y tan fuertes, que las “puse” en la parte de atrás de mi cabeza. Necesitaba ayuda para procesarla­s. El espanto que vi era imposible de sobrelleva­r para un ser humano solo. De inmediato, floreció en mí una gran compasión por mi papá. Entendí toda la rabia que yo había visto en él cuando era pequeña. Comprendí su dolor y por qué lo expresaba de la manera en que lo hacía. Supe de dónde provenían las oleadas de dolor emocional. Entendí mi vulnerabil­idad y la de él, su necesidad de defenderse tanto y por qué yo, consecuent­emente, me defendía tanto. Descifré por qué yo veía a otros seres humanos como mis enemigos. Yo había crecido casi como un soldado. Yo también fui a la guerra.

Sentí compasión por mis “enemigos”, aquellos que no podían estar cerca de mí porque yo cargaba algo demasiado doloroso. Andaba por la vida sin ser consciente de esta herida, así que la proyectaba en otras personas. Me relacionab­a desde mi dolor, en vez de desde un espacio sano y completo en mí, porque era el único lugar interior que conocía. Acepté que otras personas me hubiesen dejado fuera de sus vidas e incluso entendí su aversión hacia mí. Los demás no sabían cómo lidiar con lo que yo llevaba, aunque hubiesen tenido la buena intención de ayudar.

Pedí ayuda a mi Poder Superior para pactar un armisticio con las partes beligerant­es en mí. Me sorprendió la bendición de que las enseñanzas de Thich Nhat Hanh, vietnamés y exilado tras denunciar los horrores de la guerra, llegaron a mi vida en mayo pasado.

Gracias a su método, he profundiza­do en mi práctica y he sanado a leguas. He abrazado su causa de curar las heridas del conflicto bélico vietnamés que aún moran en los corazones humanos. De Vietnam salió mi herida y también mi sanación.

Hoy domingo terminaré un retiro de cuatro días en el monasterio de Deer Park en San Diego, California, fundado por Thich Nhat Hanh.

Antes de entrar, visité una playa en esta ciudad ubicada cerca de un templo que mi tío paterno solía visitar. Allí le dije adiós a tío Aldado, finalmente. Allí entendí que lo único que me quedaba de él eran mis memorias de cuánto me había amado y cuánto yo lo había querido. Allí comprendí, entre la impermanen­cia de las olas que lavaban mis pies, que eso era lo único que importaba a final de cuentas. Y por eso depuse mis armas. La guerra acaba aquí, con mi decisión de no rebatir más y de sanar.

Dos semanas después de haber visto la guerra en mí, recibí la noticia de que mi trabajo terminaría pronto y me mudaría en un mes. Se abría la puerta, nuevamente, para dar un salto cuántico sanador. Aun no sé con certeza cuál será mi próximo destino. Sólo sigo la voz que me dijo con claridad: “Es hora de partir”.

En Facebook, 90 días: Una jornada para sanar

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