BATALLA ENTRE OLLAS
Complacer el paladar de hambrientos comensales todos los días en el Kampestre no es cosa fácil y menos cuando la consigna es entregar toda orden en 20 minutos
Cada mediodía de la semana laborable se libra una batalla contra el apetito y el reloj en el restaurante El Kampestre, en el boulevard de Levittown. El colorido y acogedor establecimiento es conocido por su exquisito churrasco, su mofongo fresco y sobre todo por lograr una combinación casi imposible: comida sabrosa, precios módicos y servicio amable con la rapidez suficiente como para que los clientes lleguen, coman y regresen a sus lugares de empleo con la barriga llena pero sin sobrepasarse de su hora de almuerzo.
El propietario, José Raúl Fontánez, y su pelotón de pilón y parrilla llegan temprano al establecimiento, cerca de las 9:00 a.m., para comenzar los preparativos.
“Aquí todo es fresco. Nuestro plato de batalla, nuestro éxito es el churrasco. Y no va al refrigerador. Todas nuestras carnes, hasta las de hamburger, son USDA Choice y no son congeladas”, explica José Raúl, hijo de un mesero, con notable orgullo en su voz. Se vive y goza su trabajo y el reto que conlleva su misión.
“Todos los platos son cocinados al momento. Yo no creo en recalentar”, agrega mientras observa la calma en su negocio con capacidad para 72 comensales. “El cliente tiene una hora para llegar, ordenar, comer, pagar e irse. La meta es que, cuando ordene, en 20 minutos el plato esté en su mesa”.
Son las 11:00 a.m. y la tranquilidad está pronta a desaparecer en El Kampestre.
Una inmensa ventana de cristal separa el recibidor de la cocina del restaurante. El área está blindada en acero inoxidable, y equipada con una larga mesa central, una parrilla para hasta 20 churrascos y una freidora, entre otras piezas de cocina. Luce inmaculada.
Cuatro soldados de adobo y sartén en uniforme negro laboran allí. Son Moisés Rosario, Reinaldo González, Bryan Sánchez, y Raúl Andrés. Este último es hijo de José Raúl y encargado de la cocina. En total, El Kampestre tiene 22 empleados para tres turnos de trabajo.
Igual que su padre, Raúl Andrés muestra orgullo con la calidad de la oferta en El Kampestre.
“El churrasco se pica fresco todos los días. Los plátanos se mondan a diario, dos pailas. Los tostones, el mofongo, todo es (hecho) al momento”, dice el joven cocinero, quien lleva puesto un sombrero de chef color azul.
SE ACERCA EL MEDIODÍA. Uno de los primeros clientes que llega es Edna Correa, quien labora en una oficina cercana y a menudo almuerza en el Kampestre.
“La dinámica se da. El producto es excelente y el servicio es rápido”, dice Edna tras pedir su plato. “Cuando somos muchos, llamamos por teléfono para ordenar y cuando llegamos la comida ya está lista”.
En la cocina se escucha un martilleo continuo. Están macerando los churrascos frescos uno a uno, antes de ponerlos en la parrilla.
En un abrir y cerrar de ojos, hay casa casi llena. En el área de cocina, aumenta la temperatura, la presión y la prisa. Pero los cocineros no se sulfuran.
“Somos un equipo de trabajo”, dice Raúl Andrés. Viéndolos en acción, es evidente su coordinación grupal. Parecen un equipo de baloncesto bien fogueado. Rotan de posiciones con fluidez; uno atiende la parrillera, otro la freidora y el tercero prepara el mofongo, las salsas. El cuarto le da los toques finales a la presentación de los platos que yacen en la mesa metálica como si fuera una línea de ensamblaje.
A las 12:04 p.m. llega la prueba de fuego del día a El Kampestre: ocho obreros entran y ocupan una de las mesas más grandes.
“¿Añadimos más mesas, o estamos completos?, le pregunta al grupo Ivelisse Fontánez, hermana menor de José Raúl y mesera en este negocio familiar.
El grupo pide las bebidas, ‘mozarrella sticks’, tostones y chorizos albinos como aperitivos. En tres minutos tienen las bebidas; poco después reciben los entremeses.
A las 12:09 comienza el alud de clientes. El paso de las meseras se aprieta. En la cocina, redoblan la marcha y comienzan a sobresalir los olores del arroz mamposteao y del ajo en los plátanos que convierten en tostones y mofongo.
“¿Cómo tú estás, mi santo?”, saluda José Raúl a un recién llegado. El hombre viste pantalones cortos azul cielo y camiseta amarilla. Es uno de los regulares. Ivelisse le pregunta por su esposa, también cliente frecuente. En El Kampestre no hay que apellidarse Fontánez para sentirse como en familia.
UNA ELECCIÓN DIFÍCIL. Los obreros en la mesa grande están indecisos sobre qué plato seleccionar. Es comprensible; el menú tiene ocho páginas de platos hechos al momento.
“¿Qué tú me recomiendas?”, le pregunta a Ivelisse uno de los ocho. Ella le habla sobre varios platos al grupo. A las 12:14 p.m. termina de ingresar las órdenes de los ocho en uno de los cuatro terminales con pantalla ‘touch screen’ que están ubicados estratégicamente en el local. La orden llega directo a la cocina y comienza el conteo regresivo.
“¡Moisés, viene!”, le dice Raúl Andrés a su subalterno, más como comentario inspiracional que como orden. Una decena de platos vacíos yacen en la mesa de acero, esperando ser ensamblados y entregados en menos de 20 minutos.
En la cocina, todos trabajan a la vez, casi como malabaristas. Los churrascos chisporrotean en la parrilla que maneja Moisés. Los demás están en sus estaciones, haciendo el mofongo y utilizando un envase en forma de caparazón de almeja para tomar porciones de arroz mamposteao y acomodarlas en sus respectivos platos. Raúl Andrés ayuda confeccionando salsas y agregando acompañante. Bryan prepara tres sartenes a la vez, uno para un mero al ajillo, los otros para la carne kampestre, que son tirillas de churrasco en vino de jerez.
A las 12:27 p.m. y con el restaurante lleno, Ivelisse se asoma a la cocina y pregunta: “¿Cómo vamos con mi mesita grande?”.
Sus ocho órdenes están a medio ensamblar en la mesa. Los cocineros añadiendo distintas partes, uno con tostones, otro con un mofongo que será envuelto en churrasco, otro con mamposteao. Es difícil llevar la cuenta de cuál plato va con cuál acompañante, pero los cocineros no fallan.
Moisés pasa a majar mofongo a toda prisa en un pilón.
“¿Y los pancitos, salieron?”, pregunta Raúl Andrés y los mentados pancitos aparecen en su respectivo plato, como por arte de magia. Entonces comienza el adorno final, perejil sobre el mamposteao, chimichurri por el lado de un churrasco.
A la vez, Moisés echa churrascos frescos en la parrilla para las órdenes, que siguen entrando como en fila interminable.
A las 12:30 p.m. la cocina parece la caldera de un trasatlántico de antaño. En un calor infernal y bajo presión, todos trabajan para mantener la velocidad y ritmo necesario.
TRABAJO EN FAMILIA. José Raúl entra mientras su hijo decora los platos. Entonces ayuda a su hija a cargarlos hasta la mesa de los ocho obreros. Es un botín envidiable: un mero al ajillo, un churrasco con mamposteao, tres churrascos rellenos de mofongo y dos carnes kampestres.
Padre e hija reparten los platos a sus respectivos clientes, quienes agradecen el manjar.
Son las 12:34 p.m., exactamente 20 minutos después de que Ivelisse tomó la orden.
Nadie los felicita por la impresionante gesta. Pero quien lo presencia por primera vez siente ganas de aplaudir. No solo llegaron en 20 minutos, sino que el churrasco está delicioso, el mofongo exquisito. Es un almuerzo digno de la realeza, a precio de fonda y a la velocidad de un come y vete.
José Raúl e Ivelisse dejan a los ocho comer tranquilos. Para ellos, un manjar en 20 minutos es cosa de todos los días.