El señor aquel
No era un jueves cualquiera. Era una mañana relajada donde casi todo volvía al caos rutinario después de haber cumplido con el deber ciudadano con el País, radicar la planilla. Desde temprano las panaderías de barrio se llenaron con gente con corbata o sin ella, comentando el alivio, la “pelaera”, el IVA y la Lisa. El entra y sale, la cháchara coloquial y una prisa incomodante eran la orden del día.
Sin embargo, en otra panadería de esquina donde la prisa no mandaba, el escenario era otro. Reuniones de negocios, reuniones de amigas algo encopetadas y alguna que otra celebración familiar llenaban con sofisticadas conversaciones el local a media mañana. En una esquinita, un hombre solo observaba el ambiente. Risueño, esperaba su desayuno y ocasionalmente ojeaba los periódicos del día. Tranquilo, elegante, pausado. De semblante amable, de presencia magnética.
Poco duró su tranquilidad. De sopetón entró una dama que al quitarse las gafas lo miró inmediata y fijamente. En una panadería casi llena, lo reconoció de una, como dicen nuestros hermanos dominicanos y colombianos. Y sin pudor ni reparos se le acercó a la mesa como fanática quinceañera que se topa con Pedro Capó en la farmacia o con Justin Bieber en el tribunal.
Le dio los buenos días, la mano, lo abrazó y se tiró al piso de cuclillas. El hombre, todo un caballero, se levantó, la saludó y la ayudó a levantarse. Todo pasó muy rápido, quizás el orden de los eventos no fue así. ¿Quién se acuerda? Todo fue tan irreal.
Dejó al caballero seguir su desayuno y se unió a la amiga que la esperaba en otra mesa para discutir temas de trabajo. Pero no podía, mariposas poblaron su estómago. No tuvo paz hasta que nuevamente interrumpió al caballero para presentarse formalmente y expresarle su admiración. No vio el momento en términos de diplomacia ni respetó protocolos.
La euforia es natural en la niña emocional que rehúsa dejar el cuerpo de esa mujer. Y tampoco era un hombre cualquiera. Se trataba del doctor Luis Rafael Sánchez, gloria de este país y de muchos otros que, sin hablar español, lo adoran. Mientras trataba infructuosamente de componerse, sólo pensaba en lo afortunados que somos los boricuas en tener entre nosotros a este increíble dramaturgo, narrador de historias, tejedor de palabras, admirado, leído, estudiado y venerado desde Suiza, España y Grecia a Colombia, Estados Unidos, Méjico y Venezuela, entre tantos otros países. Como debe ser. No por nada su obra ha sido traducida a tantos idiomas. No por nada ha dictado conferencias en las universidades de mayor prestigio del mundo y ha sido merecedor de tantos premios, homenajes y reconocimientos. Pero esa mañana estaba ahí. Solito y a merced de una fanática que por años se había saboreado cada estrofa que magistralmente había compuesto, desde la “Guaracha” y “Daniel Santos” hasta “Antígona” y el “Elogio a la fritura”. Esta última maravilla, por razones de genética y huesos anchos, era un credo especial para ella. Esa columna, publicada en este periódico hace fácilmente dos décadas, fue cuidadosamente enmarcada para más que adornar las paredes de varios apartamentos, ser tema de conversación, alta gastronomía y recordatorio de nuestra identidad de pueblo tanto en la Isla como en Washington, D.C.
Y así pasé uno de los más emocionantes cumpleaños de mi vida: discutiendo planes de trabajo, atragantándome la avena sin canela y el café con leche, y exigiéndole varias fotos a un tolerante don Luis Rafael Sánchez.
Me alegraste la mañana, Luis, y sin saberlo añadiste días a mi vida, lo que me hace pensar: si princesas de Disney y deportistas animan a cientos de niños enfermos, no sería un palo organizar visitas a hospitales de nuestros héroes de la literatura para energizar el alma de adultos que atraviesan situaciones tristes del cuerpo?
Nos despedimos entre risotadas y la mirada incrédula de mi amiga. El honor de conocerte, Luis. No me atrevería a profundizar o analizar tus obras. Me limito a lo que sé hacer, devorarlas. Zapatero a su tacón, me conformo con el privilegio de haberte saludado.
Pero me queda una duda. ¿Cuándo van a colocar una placa en esa mesa o en esa pared que diga: “Aquí estuvo uno grande de verdad. Aquí desayunó Luis Rafael Sánchez”.