La luz de la poesía
Estudiosa de la poesía mística, Luce López Baralt escribe ahora la suya
Representante del nouveau roman francés, Perec se dedicó a desafiar los límites de la novela, tanto en su forma como en sus temas. Fuese describiendo en extremo pormenor lo que ocurre alrededor de un banco de una plaza, ya fuese explicando una desaparición, ya fuese describiendo de forma delirante una serie de “especies de espacios”. Estudiosa de la poesía mística –tanto la del Oriente como la del Occidente, tanto en árabe como en español- Luce López Baralt ha escrito ahora la suya propia. En este breve tomo nos da el destilado en palabras de una trayectoria anímica de unión con la divinidad, expresada con alegorías, paradojas y silencios, como suele suceder en este tipo de poesía.
Son poemas muy breves, reflexiones poéticas más bien: pinceladas de palabras, intuiciones anotadas, fragmentos sueltos de una vivencia. Tienen un referente inalterable: la experiencia del alma ante el encuentro con Dios y la concomitante unión con un ser que trasciende los sentidos con los que el hombre aprehende la realidad, trascendiendo asimismo su historia. Una experiencia tal solo puede transmitirse de manera indirecta, comunicando los efectos que el acercamiento obra en la persona.
Tres partes tiene el poemario. La primera lleva el título del libro, “Luz sobre luz”. Manifiesta la sobreabundancia iluminativa del proceso místico. El título mismo es polivalente, como es común en la poesía mística, cuya riqueza de significados no reside en la abundancia de palabras sino en la concentración de sentidos en ellas, sentidos que irradian en diversas direcciones. Luz sobre luz es el testimonio de Luce (luz); es un intento (siempre fallido) de captar lo inexplicable; luz sobre luz es sobreabundancia.
La primera parte testimonia el éxtasis. La belleza, dice uno de los primeros poemas, lleva a Dios, que la supera: “la belleza Te evoca/ pero no te contiene./ Doy fe/ porque Te he visto”. La poeta se reviste de Dios, testimonia su unión en un poema que juega con el concepto de “medida” y sus limitaciones: “Me vestiste de Ti mismo/ para poderme amar,/ pero me quedaba grande el vestido./ Entonces lo ajustaste compasivamente/ a mi medida/ que en un abrir y cerrar de ojos/ fue sin medida”.
El camino hacia la unión es tan intangible como “la senda llameante de nuestra mirada”; el alma se convierte en espejo –reflejo- de la divinidad. La cercanía tiene su efecto: la fe, que se dirige a lo desconocido, se torna en certeza gracias a la experiencia. La conquista es también la del conocimiento de sí misma por el alma: “Volé con todas las aves de brillante pluma/ el más alto de los vuelos/ hacia mí misma.”
Se inserta la poeta en una rica tradición de poesía mística, implícitamente en ocasiones, explícitamente en otras: Angelus Silesius, Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Teresa de Jesús, Ernesto Cardenal, Ibn Arabi de Murcia, Moshé de León, Federico García Lorca y muchos más. Con ellos comparte las vivencias –y las palabras- que marcan su camino espiritual.
La segunda parte del libro, “Canto sin palabras”, reúne poemas aún más cortos, muchos de ellos dísticos. Plantean la paradoja esencial: “¿Cómo me las arreglo/ para gritar tu nombre en silencio?” ¿Cómo no decir, se pregunta la poeta, cómo no proclamar? Pero, por otra parte ¿cómo no callar ante la insuficiencia de recursos para decir con propiedad? Es ese el problema que se han planteado todos los místicos que en el mundo han sido. Se lo plantea también esta poeta que opta, al fin, por el silencio: “Silencio:/ Tembló el misterio”.
La tercera parte del poemario tiene un tono sombrío. Titulada “Canciones en la noche”, expresa un vacío, una ausencia, una caída respecto al estado anterior: es la noche oscura del alma. “Mis oscuros minutos vacíos/ son orificios en el tiempo...” se lamenta. Las referencias aquí son a las sombras, al dolor, a una desorientación que ha convertido el espejo en espejismo, a agujeros negros, al llanto y a la oscuridad. Una gran carencia abate a la poeta, pero una esperanza la alienta: el regreso de la luz.
En esa nota termina este poemario espiritual que abre aún más la brecha marcada ya –en diferentes estilos- por la poesía de los puertorriqueños Francisco Matos Paoli y Ángel Darío Carrero.