El Nuevo Día

PREJUICIOS ALIMENTARI­OS

Manías que no te dejan disfrutar ciertos alimentos

- Texto Caius Apicius EFE ●

Siempre tuve muy claro que para llegar a ser lo que la gente entiende por un gastrónomo o un gourmet, que no es exactament­e lo mismo pero que es un término muy usado, hay que superar una serie de prejuicios que padecemos casi todos los mortales, y que adquirimos en nuestra infancia.

También sé que hay alimentos, productos, que dividen al mundo en dos grupos irreconcil­iables: el de quienes son sus fervorosos partidario­s y el de que los odian irreversib­lemente. No sé, cosas como el ajo, el pepino. Es verdad que puede uno pasarse del bando negativo al positivo: cuestión de probar, de ser curioso, cualidad que al aspirante a gourmet se le supone.

Resulta que estos días me he topado con un número no desdeñable de personas conocidas que padecen la misma fobia alimentari­a: no soportan el yogur.

Sé que hay muchas personas, y conozco a unas cuantas, que sienten una aversión insuperabl­e hacia los lácteos: no pueden ni oler un queso, niegan a la mantequill­a toda virtud -y tiene muchas-, son incapaces de tomar leche, y aducen que el hombre adulto no está preparado para ello. Manías, en suma. Pero ahora me he encontrado a gente que centra sus odios en el yogur. Un conocido, octogenari­o, lo justifica en que “cuando tenía seis o siete años” su madre le dio un yogur y la causó infinita repugnanci­a. Tiempo ha tenido de comprobar si se la sigue causando; pero lo que no ha tenido es el menor interés en deshacerse de ese tabú infantil.

Más grave me pareció la actitud de dos amigas mías, a quienes conozco por su dedicación a la prensa gastronómi­ca (diría mejor culinaria: dan recetas en varios medios y escriben recetarios), que confesaron, una, que no le gusta el yogur y la otra reconoció que no lo ha probado en su vida. Con esa limitación autoimpues­ta, o con cualquiera otra en este terreno, la capacidad de educar en cocina a alguien queda muy disminuida.

El español, en general, ha militado siem- pre, en lo que a grasas se refiere, en el bando de los partidario­s del aceite de oliva. Me parece muy bien.

Lo que, en cambio, me parece muy mal es que ello lleve automática­mente a alinearse con quienes sienten un odio africano por la mantequill­a, la manteca de vacas.

Estoy dispuesto a admitir que no la usen, pero no a soportar que le nieguen el pan y la sal, justamente con lo bueno que está un trocito de pan con mantequill­a y unas arenillas de sal.

Yo, a lo largo de mi vida, conocí el yogur 'de farmacia'; cuando yo era niño, se elaboraba y vendía en algunas farmacias. La verdad es que me gustó desde el primer momento, pese a su acidez. Tomaba yogur muchas veces en los desayunos de hotel, postres hechos con yogur.

Nunca creí, eso es cierto, en las pretendida­s virtudes del yogur como garante de longevidad; más bien pensé que en el Cáucaso no eran frecuentes las partidas de nacimiento y la gente de sesenta años parecía tener ciento diez, aunque la verdad es que no sabía la edad que tenía realmente.

Ahora el yogur, en principio por razones dietéticas, se ha incorporad­o con fuerza a nuestra cocina. Yo tomo platos en cuya composició­n entra el yogur o bien porque me gusta o bien, y les aseguro que es lo más normal, porque no se nota.

En el frigorífic­o de mi casa, la sopa fría que más veces se encuentra es esa mezcla de pepino y yogur que los griegos llaman tsatsiki; ha desplazado a la vichyssois­e y casi, casi, al gazpacho.

Me encantan los aderezos en los que se usa yogur en vez de grasas, al menos en parte; el yogur suaviza no pocas salsas; y encima, me he dado cuenta de que después de una comida especialme­nte picante, el yogur calma todos los ardores. En eso, he de darles la razón a los indios.

Pero, sobre todo, insistiré: no conviertan sus manías infantiles en carencias definitiva­s. No saben la de cosas que se pueden estar perdiendo.

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El yogur, por razones dietéticas, se ha incorporad­o con fuerza a la cocina.

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