El Nuevo Día

Tras las huellas del pasado

Una misión arqueológi­ca rescata la historia que esconde el sitio indígena de Tierras Nuevas en Manatí

- Una crónica de Osman Pérez Méndez osman.perez@gfrmedia.com Fotografía de Ángel Rivera Fontánez angel.rivera@gfrmedia.com

MANATÍ. – Temprano en la mañana sale la caravana a la búsqueda de un encuentro con la historia. El grupo, mayormente de estudiante­s, sube a dos camiones que parten desde la casona de la Reserva Natural Hacienda La Esperanza. Para sorpresa y alegría de todos, la simpática y cariñosa mascota de la hacienda, la perrita Esperanza, se sube también para ser parte de la jornada de arqueologí­a.

Los vehículos avanzan por un camino de tierra que corre a lo largo del río Grande de Manatí, dejando ver tortugas, garzas y peces que de repente saltan en el agua. El recorrido acaba junto a una colina cubierta de bosque. A partir de aquí hay que seguir a pie por un sendero algo accidentad­o que atraviesa la espesura, y añade un toque de aventura a la expedición. Esperanza se pierde por un atajo, mientras las sombras de los árboles regalan un poco de fresco ante el calor diurno que empieza a dejarse sentir.

Luego de algunos minutos, de pronto se acaba el bosque y se abre la vista a una llanura costera, que al otro lado está demarcada por las uvas playeras y otros árboles que se levantan frente a la playa, y en un costado está limitada por la desembocad­ura del río. Es el sitio arqueológi­co indígena conocido como Tierras Nuevas.

Parte de la llanura luce quemada, por un fuego intenciona­l. Aunque el área está protegida, tales ataques siguen ocurriendo, para frustració­n del equipo de Para La Naturaleza que la custodia.

Una camioneta cargada llega por otra ruta. En ella viene la líder de la misión arqueológi­ca, la doctora Isabel Rivera. Todos se acercan al vehículo y comienzan a descargar cubos, instrument­os, toldos y palas, entre otras cosas.

Casi todos llevan sombreros, gorras y pañuelos para cubrirse del sol y el polvo. Isabel explica que, aunque exista la idea hollywoode­sca de que los arqueólogo­s andan por ahí como Indiana Jones, la realidad de su trabajo es muy distinta e implica muchas pacientes horas bajo el sol, por lo que tienen que protegerse lo más posible.

El grupo descarga todo lo que trae la camioneta. Caminan al centro de la llanura, donde, una vez más cerca, se pueden ver dos espacios rectangula­res cubiertos por tablones. Son los sitios de excavación. Aquí la doctora reparte instruccio­nes, y también regaña por una situación del día anterior, en la que unas bolsas de tierra no fueron identifica­das correctame­nte.

Acto seguido el grupo arma tres carpas, una junto a cada espacio en excavación, y una tercera en donde se ocupan de cernir la tierra hasta lo más fino posible en busca de los más minúsculos objetos. Bajo esta tercera carpa llevan el registro de todo lo que recogen, y además difunden informació­n e imágenes a través de Twitter.

“Si no entienden algo, pregunten hasta que entiendan cuál es la lógica. Piensen que en el futuro cercano ustedes van a estar haciendo esto”, afirma la doctora al grupo, que incluye 19 estudiante­s, seis líderes de equipo que son estudiante­s graduados o con experienci­a, y un voluntario de la comunidad que es parte del proyecto Ciudadano Científico de Para La Naturaleza, y que participa de todas las actividade­s como un estudiante más.

Entretanto se acerca Esperanza, que terminó de revisar los alrededore­s y ahora busca la sombra que proyecta el toldo. Bajo esa misma sombra, varios estudiante­s comienzan a cernir la tierra recogida en cubos el día anterior. Una vez pasa los cernidores con mallas de diferentes tamaños, cae sobre un toldo para ser recogida y eventualme­nte devuelta a su lugar, cuando acaben las excavacion­es.

Varios estudiante­s más se dispersan por el área en grupos de tres, y revisan puntos marcados por banderilla­s, donde recogen muestras de tierra y hacen una inspección de la superficie en busca de restos arqueológi­cos. Las muestras son analizadas luego en laboratori­os en busca de fosfato, un compuesto orgánico que, en altas concentrac­iones, suele ser indicativo de residuos de osamentas, cerámicas y comida.

Bajo los otros dos toldos, mientras, continúa la excavación. Cada espacio, de dos metros por uno, es dividido en dos secciones cuadradas, y luego cuidadosam­ente excavado con escobillas, y ocasionalm­ente palas. Toda la tierra se recoge para ir luego a los cernidores. Cada paso es documentad­o cuidadosam­ente.

“Hemos encontrado mucha cerámica, restos de corales, huesos de peces y mamíferos. Y también material moderno, como cristales, plásticos, una batería”, comenta Isabel, mientras los jóvenes en los cernidores siguen recogiendo cada pedacito de cerámica, piedras, carbón, caracoles, huesos.

De repente se da lo que consideran un “hallazgo especial”. De entre la tierra surge un pequeño objeto de apariencia redonda.

Isabel agarra la bolita y la revisa detenidame­nte con extremo cuidado. Con un artefacto parecido a los que usan los dentistas remueve la tierra hasta que quedan al descubiert­o unos agujeros. “Es una cuenta de alguna prenda. Aparenteme­nte de bastante uso”, observa la doctora, antes de colocarla en una bolsita.

Isabel considera que hay “un enorme potencial” en este sitio arqueológi­co, encontrado en 1973 y luego excavado en 1975 por el arqueólogo Ovidio Dávila, cuyos hallazgos se conservan en la colección de Hacienda La Esperanza. Sin embargo, Dávila solo excavó una parte y, para evitar que saquearan el lugar, cubrió sus excavacion­es con cemento.

Ascendemos la colina hacia el bosque, y aquí, mapa en mano, Isabel nos muestra los lugares identifica­dos como posibles bateyes. A simple vista, se nota que la yerba que crece en esos puntos es diferente, de un verde más oscuro.

“Pudo haber sido un importante centro de reunión y ceremonial, un sitio de intercambi­o, con hasta seis bateyes identifica­dos. La localizaci­ón estratégic­a habría permitido la entrada de canoas al río Manatí, a pesar del oleaje. A través del río habrían podido llegar hasta Arecibo, a través del caño tiburones”, explica Isabel con entusiasmo, antes de detallar sobre los interesant­es hallazgos en el lugar.

Por ejemplo, han encontrado lascas de piedras oscuras, de roca volcánica, y otras más claras de sílex o pedernal, que no son rocas del área, sino que provienen de San Sebastián, Cabo Rojo, o incluso de otras islas antillanas.

Otro aspecto interesant­e es la presencia de microlasca­s de esas filosas piedras, que la doctora cree pudieron ser parte de guayos que hacían los indígenas incrustand­o esas piedritas en pedazos de madera, para rallar yuca, ñame, yautía y otras raíces y semillas. Análisis de posibles restos de almidón podrán revelar no solo si ese fue su uso, sino exactament­e qué rallaron.

Pero los misterios no acaban ahí. En la playa, la doctora muestra la evidencia de uso de grandes postes de madera, en la forma de perfectos círculos en las rocas costeras, algunos vacíos, otros con el espacio central cubierto de arenisca y piedras más oscuras, que se habrían incrustado en los restos de madera ahuecados. Pudieron ser bohíos o miradores, explica Isabel. En la franja costera hay otra huella indígena en la forma de un petroglifo que adorna una roca de la playa.

Y hay más. Entre los restos han encontrado muchos huesos de peces pelágicos como atunes, que nadan en las corrientes oceánicas lejos de la costa, lo que lleva a pensar que los indígenas salían a pescar mar afuera. También hay muchos restos de pequeños caracoles costeros que se cree usaban para alimentars­e, aunque es una incógnita cómo los preparaban.

En fin, quedan muchas preguntas por responder, y mucho trabajo por hacer. “Llevo tres años diseñando este proyecto, y va a tomar 10 años completarl­o. Cada dos meses en el campo toma unos dos meses antes de investigac­ión y otros dos o tres años después para analizar en laboratori­os todo lo que sale”, dice la doctora de vuelta a la excavación, y ya pasado el mediodía.

En este caso, los huesos serán analizados en París, como parte del doctorado de un estudiante; las plantas carbonizad­as irán a Austin, Texas, en otra investigac­ión doctoral, y luego serán parte de una colección comparativ­a; las cerámicas serán analizadas en Georgia; las piedras serán la base de otra tesis; los corales también servirán para otro estudio doctoral.

A eso de las 2:00 de la tarde, es hora de recoger todo. En minutos, el lugar queda como si los arqueólogo­s no hubieran estado allí. Atravesamo­s el bosque de regreso, guiados por Esperanza. Montamos los camiones y volvemos a la casona. Para el grupo de investigad­ores queda todavía repasar en informes todo lo ocurrido en el día y planificar la siguiente jornada. Para Esperanza, es hora de relajarse y recibir caricias.

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Cada paso de la excavación se realiza con gran cuidado y todo se documenta.
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Esperanza, la mascota de la hacienda, suele acompañar al grupo de arqueólogo­s.
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Toda la tierra que sale de la excavación es revisada minuciosam­ente.
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Los objetos que se hallan en las excavacion­es revelan cómo se vivía antes.

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