¿Nuevo líder o viejo bufón?
En la política no meramente se expone lo mejor y lo peor de las personas que a ella se dedican, sino también el carácter de las personas que votan por ellas. El mejor ejemplo para ilustrar ambas aseveraciones es la aspiración presidencial del empresario Donald Trump. En principio, esa aspiración se tomó con muy poca seriedad, teniendo en consideración su perfil y reputación. Todo esto cambió cuando las encuestas lo posicionan -por el momento- como el favorito entre los aspirantes republicanos.
Trump es un empresario exitoso en la medida en que sus negocios le han dejado millones en ingresos. Sus tácticas y estilo de hacer negocios son otro tema. Su candidatura tiene un problema fundamental: su propia persona. Trump es un megalómano que ya no se conforma con exhibir su estilo de vida, con hoteles que lleven su nombre o intentado ser una figura mediática incursionando en “reality shows”. Lo preocupante es que su próximo proyecto es ser presidente de Estados Unidos.
Para ello, una persona como Trump pensará que solamente se necesitan dos cosas. La primera, evidentemente, los millones de dólares indispensables para cualquier campaña y puesto político (desde las embajadas hasta la presidencia) en la política norteamericana, los cuales ya tiene. La segunda es tener un programa y propuestas a realizar durante su presidencia. Claro, él sabe que las mayoría de los electores no leen las propuestas sino meramente los estribillos de campaña y los llamados “talking points”.
En esa dirección, Trump ha adoptado de manera estridente posturas sobre temas que polarizan la sociedad norteamericana (el control de las armas, la inmigración y las personas sin documentos), con los cuales ha fomentado un discurso de odio e intolerancia. Próximamente, incluirá a las mujeres, a los afroamericanos y a otros sectores históricamente discriminados. Apelará y explotará, entonces, la molestia de muchos norteamericanos que viven inmersos en una gran crisis económica y buscan desesperadamente los supuestos responsables.
El apoyo que prematuramente ha reflejado su candidatura debe ser materia de preocupación y profunda reflexión. ¿Qué tipo de electores puede apoyar a un candidato que se exprese de esa manera y que, además, manifiesta su incultura, su ignorancia sobre temas internacionales, su pasado de agresor conyugal, su incoherencia ideológica y su obsesión con el llamado deporte de lucha libre, entre tantas cosas? ¿Qué persona racional podría imaginárselo como el comandante en jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos y discutiendo en una misma mesa asuntos de trascendencia para el mundo con Vladimir Putin? Cuesta imaginárselo.
¿Qué va a pasar cuando Trump discrepe de una decisión de la Corte Suprema o cuando el Senado o la Cámara no aprueben sus proyectos de administración? ¿Qué les va a decir? “¿You are fired?” No es lo mismo dirigir una corporación de la cual uno es el accionista principal y se está rodeado de “yes men” que liderar un gobierno con una estructura constitucional que limita dramáticamente los poderes del presidente.
La candidatura de Trump es una mala noticia, no sólo para el Partido Republicano sino para el resto del mundo. No es casualidad que escriba esta líneas desde Berlín, donde hace unas décadas una persona -también megalómana-, de manera estridente y con un discurso de odio, se convirtió en el nuevo líder de una nación emergente, con las consecuencias que ya todos conocemos. No olvidemos que dicho discurso contó con una gran receptividad en una sociedad alemana agobiada por una crisis económica de gran magnitud cimentada en el Tratado de Versalles.
Ha sido admirable la reacción de la comunidad latina, incluso de aquellos que están atados en lo contractual con algunas de las empresas de este señor. Lamentablemente, han sido pocas las voces, tomando en consideración la magnitud de los comentarios y posturas asumidas por Trump. Quizás deberían darse una vuelta por Berlín para que recuerden.
“Trump ha adoptado de manera estridente posturas sobre temas que polarizan la sociedad norteamericana”