El estado de la nación (estado)
“Hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado”. (Gabriel García Márquez / “El ahogado más hermoso del mundo”)
El capital ha logrado un propósito medular: desarticular el poder del estado para garantizar una vida decorosa a sus nacionales. Su poderío económico y la movilidad que le facilitó la desregulación avasallan a los gobiernos.
Como consecuencia, la Rama Ejecutiva y la clase política han aceptado un papel indigno. Éstos, en menoscabo de la voluntad popular, operan como entidades administrativas al servicio del poder económico transnacional. Implementan leyes neoliberales, acogen y difunden la ideología del poder, privan a sus ciudadanos de derechos laborales y sociales adquiridos, contribuyen a liquidar a la clase media y empobrecen a sectores amplios de la nación.
De esta forma, este neoimperialismo deslegitima los estados y convierte la democracia en una cruel parodia, dado que la agenda ciudadana será ignorada, al concluir la típica alharaca publicitaria de los partidos políticos, con las excepciones de rigor.
Si fuese cierto que el presente gobierno puertorriqueño toma en cuenta los deseos de la gente, ya se habrían presentado proyectos de ley para posibilitar la legislatura unicameral y para revertir los efectos nocivos de la infame Ley 7, la cual privó de su sustento a unas 30,000 familias trabajadoras.
Las consecuencias de la acción o de la inacción de los gobiernos se miden por sus efectos concretos en la vida de los seres humanos. Según la prensa, unas 20,000 familias han perdido sus hogares a manos de los bancos en los últimos 7 años en Puerto Rico. Ésta es una muestra del sufrimiento real, del sentido de indefensión y desesperanza que siente mucha gente en muchas partes del planeta, lo que incluye los llamados países desarrollados.
El economista francés Thomas Piketty ha descrito con lucidez las razones por las que ha colapsado el estado de bienestar en su notable libro “Capital in the Twenty First Century”. En el caso nuestro, Francisco Catalá explica con su usual claridad las causas de la debacle de la economía nacional en su libro “Promesa rota: una mirada institucionalista a partir de Tugwell”. Kwame Nkrumah, primer presidente de Ghana, percibió este fenómeno en 1965: “El estado que está sujeto al neocolonialismo, es, en teoría, independiente. En realidad su sistema económico y su política pú- blica se decretan desde afuera”.
Ante la precariedad del estado, vale preguntarse: ¿por dónde anda la nación? ¿Es posible desperezar ese imaginario y convertirlo en un instrumento de resistencia política? ¿Podemos pensarla desde la justicia y la inclusión, a partir de un proyecto económico y social que encauce los potenciales de cada individuo? ¿Que comience a sanear la sociedad? ¿Que nos convenza de nuestras posibilidades libertarias?
No tengo duda alguna. El sentido de nación es inherentemente humano; se nutre de la confluencia de voluntades y propósitos de vida. Acendra un sentimiento de pertenencia; convoca a la solidaridad que protege de las contingencias de la vida. Y ese relámpago íntimo existe en cada uno de nosotros.
El académico indio Partha Chatterjee dice que el imperialismo europeo pudo colonizar la materialidad (o sea la exterioridad: la economía, la ciencia, la tecnología) de Asia y de África, pero no pudo sojuzgar el alma de los individuos; la violencia colonial no logró conquistar la espiritualidad de esos pueblos.
Como subraya Chatterjee: “La nación ya es soberana, aunque el estado esté en manos del poder colonial”. Estoy convencido de que ese es nuestro caso. La gesta de Vieques evidencia ese nacionalismo liberador. Sentirse puertorriqueño galvaniza el espíritu; comunica viabilidad. La nación imaginada, por tanto, puede ser la génesis de la descolonización. “Querer ser libres,” ha dicho Betances, “es comenzar a serlo”.
Emprendamos sin temor, como nos conmina Eugenio María de Hostos, esa “lucha íntima por la libertad humana”.
“El sentido de nación es inherentemente humano; se nutre de la confluencia de voluntades y propósitos de vida”