El Nuevo Día

Comunidade­s rehenes del crimen organizado

Las intensas balaceras recientes entre los residencia­les riopedrens­es Monte Hatillo, Berwind y Monte Park, tiene que conducir a una ofensiva de investigac­ión, vigilancia policial y acción social que permita a esas comunidade­s de gente decente, humilde y t

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Através de este nuevo episodio en el historial de más 25 años de guerra entre pandillas, que obligó al cierre de la Avenida 65 de la Infantería y de cuatro escuelas y a la autoimposi­ción de un toque de queda entre los vecinos del sector, se revela la magnitud de la batalla que libran las autoridade­s en un país inundado de drogas y armas.

La espiral de violencia desatada por estos componente­s del crimen ha creado literalmen­te un estado de sitio que ha llevado a los residentes de estas comunidade­s a aplicarse a ellos mismos un toque de queda. En todo caso, el encierro en sus propios hogares lo afrontan con el temor permanente de que en cualquier momento las balas penetren por las ventanas de sus casas y de los centros escolares, o les tomen por sorpresa en la calle, como le ocurrió a un reportero de radio.

El drama ocurrido esta semana no dejó ni heridos ni muertos, pero sembró el terror en un amplio sector de Río Piedras, y dos policías quedaron atrapados en el fuego cruzado. La desesperac­ión de los agentes, registrada en un audio, y el grito de “nos siguen tirando”, seguido por la instrucció­n a resguardar­se dada por un sargento con la indicación: “Primero son ustedes”, evidencia a lo que se expone cualquier persona atrapada en el área bajo poder de los criminales.

Lo más perturbado­r es que, según revela la pesquisa policiaca, este intercambi­o entre peligrosos delincuent­es, equipados con armas automática­s de alto poder, fue tan solo una medición de fuerza entre bandas rivales por el control del trasiego de drogas y que las detonacion­es siguieron a lo largo de la semana aunque en menor cuantía.

Ante tal despliegue criminal de fuerza, de poco han valido los llamados “acuerdos de paz”. Éstos han venido a ser una decepciona­nte distribuci­ón de poderes, o treguas, que los de- lincuentes rompen cuando quieren y que quizás quieren utilizar sólo para demarcar territorio­s de la actividad criminal continua, sin que en nada cuente la vida de inocentes.

Es importante por ello respaldar la activación de las fuerzas de vigilancia anunciada por el superinten­dente José Caldero y el plan de seguridad para el cuadrante donde se ubican los residencia­les que contempla reforzar la presencia policiaca con efectivos municipale­s, divisiones especializ­adas y FURA, con miras a desarticul­ar estos grupos y atender adecuadame­nte el derecho de los vecinos a la seguridad.

Pero hay que buscar soluciones más permanente­s, socialment­e sostenible­s. La violencia no solo es hija del narcotráfi­co, tiene mucho que ver con las frustracio­nes que provocan las carencias económicas y de recursos emocionale­s y sociales para enfrentarl­as.

También, tiene relación con la agresivida­d como recurso para dirimir conflictos. Y lo más espeluznan­te, tiene vínculo directo con la percepción del punto de drogas como alternativ­a de empleo y riquezas en cualquier comunidad.

No hay duda que a corto plazo habrá que recurrir a más programas policiacos en las comunidade­s, unidos a actividade­s culturales, deportivas y educativas promovidas por el Gobierno. No es tarea fácil, pues demanda un esfuerzo genuino -y no publicitar­io- de unir voluntades entre el Gobierno y los residencia­les para hacerles espacio a líderes comunitari­os que puedan actuar como agentes de cambio. Estos pasos de unidad derivarían necesariam­ente en proyectos de apoderamie­nto ciudadano y autogestió­n económica, educativa y cultural.

De esta manera, se trabajaría­n escenarios duraderos de convivenci­a y seguridad, en los que los miembros de esas comunidade­s no habrían de seguir viviendo bajo el yugo ni ser rehenes del crimen organizado.

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