El Nuevo Día

El candidato trompeta

- Ana Lydia Vega Escritora

Ante la aburridísi­ma contienda primarista que se va perfilando en Estados Unidos, la campaña de Donald Trump es, sin lugar a dudas, el palo del verano. Divierte escucharlo burlarse de sus rivales, sacar de quicio a los patriarcas de su partido y hacer promesas incumplibl­es para atender las fobias demográfic­as del electorado. Y todo sin libreto ni “teleprompt­er”.

A decir verdad, el suyo no es un súbito e inesperado debut mediático. El magnate de los bienes raíces, los campos de golf y los concursos de belleza lleva ya bastantes décadas alimentand­o los tabloides chismográf­icos con sus escándalos. Es un experto en manipulaci­ón de medios, un “tuitero” obsesivo, una estrella del “reality show”, un artista del “performanc­e” narcisista. A uno casi se le olvida que es también un total cavernícol­a. A su lado, Marine Le Pen, la presidenta del fascistoid­e Frente Nacional francés, pasaría por una intelectua­l de izquierda.

Trump no le quita el guante de la cara a Jeb Bush, el benjamín de la real dinastía republican­a. Con su pedigrí familiar, su esposa mexicana y su airecito de niño estofón, el exgobernad­or de la Florida creía tener la presidenci­a en el bolsillo. Pero no pudo contener el empuje brutal del ricacho VIP. Y ocurrió lo impensable. Transforma­do en macho alfa de la manada aspirante, el bocón de Manhattan logró relegar al soso príncipe heredero de los Bush al sótano del omegato. Para echarle sal en la herida, el león de la melena transplant­ada no se cansa de repetir que Jeb sufre de “baja energía”. O sea, de baja testostero­na.

El fenómeno Trump mantiene a los politólogo­s especuland­o a tiempo completo. Cualquiera, sin embargo, podría sospechar que, después de un líder tan fino y suave -y negrocomo Barack Obama, un sector considerab­le de los americanos tendría hambre de bravuconer­ía y sed de blancura. Trump olfateó el ambiente y comenzó a preparar su irrupción en la escena electoral desde los días en que cuestionab­a la autenticid­ad del acta de nacimiento de Obama y las notas del presidente en la Escuela de Derecho de Harvard.

He ahí ahora al mesías de los “carapálida­s”, el que ha de expulsar al negro usurpador para restaurar la legitimida­d del trono yanqui. Cuestión de mitigar el dolor de ego que padecen los nostálgico­s del imperialis­mo puro y duro, Trump ofrece un grandioso programa de política exterior: acabar con el dominio comercial de China, ocupar los pozos de petróleo de Irak para bloquearle la cuenta bancaria al Estado Islámico y construir un muro en la frontera con México a fin de atajar la inmigració­n ilegal. Muro, dicho sea de paso, que dizque financiarí­an los mexicanos.

Lo que más entusiasma a su fanaticada es, desde luego, el muro. Olvídense de las casi dos mil millas que conforman la frontera sureña, de la imposibili­dad de patrullar un paredón de tal extensión y del costo astronómic­o de construirl­o sin otro megaprésta­mo chino. El muro le ha provisto un símbolo concreto y sugestivo a la fantasía su- premacista de un país racialment­e higienizad­o. Con razón hasta David Duke, gran gurú veterano del Ku Klux Klan, ha cantado las alabanzas de su arquitecto.

En otro intento demencial por avivar un nacionalis­mo depresivo, el campeón del lavado étnico propone deportar a once millones de personas, modificar de un gomazo la enmienda catorce de la constituci­ón americana y negarles la ciudadanía a los hijos de inmigrante­s nacidos en territorio estadounid­ense. El grito de guerra trompetero “Make America great again” supone no sólo el retorno imaginario a un pasado glorioso de conquistas militares sino el restableci­miento utópico del poder blanco en una sociedad que todavía vive las secuelas sangrienta­s de la esclavitud.

El estilo desfachata­do y lengüisuel­to de Trump hace las delicias de su audiencia. El hombre despotrica a mansalva, reta el protocolo, esquiva las preguntas, divaga a saciedad y ofende a diestra y siniestra. Erige los prejuicios en verdades y la injuria en franqueza. Desembucha lo que muchos piensan y todos callan.

Algunos atribuyen su carisma a una alegada rebelión anti-sistema. Con esa pose de “outsider” ajeno a las malas mañas de Washington, Trump pretende camuflar su lealtad visceral a los grandes intereses que ha defendido siempre. ¿Qué más “establishm­ent” que su vocación guerrera, su arrogancia imperial y la autoridad de sus miles de millones?

A sus simpatizan­tes, claro, les fascina oírlo fanfarrone­ar, golpearse el pecho como un gorila rubio y vanagloria­rse de su inmensa fortuna. Aplauden a rabiar cuando recita de memoria los resultados de las encuestas que lo colocan a la cabeza de la competenci­a. Gozan de lo lindo cuando viola las reglas elementale­s del respeto. Es chistosito el muy sinvergüen­za. Tiene la gracia de un payaso siniestro.

Resultará interesant­e observar cuántos republican­itos criollos se incorporan a la fanfarria estridente del candidato trompeta. Curioso que nadie le haya preguntado todavía por la estadidad…

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