NAUFRAGIO
Ahí está. Boca abajo. Muerto. Quiero imaginarlo dormido. Pero una playa turca fue el último destino de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años que murió junto a su madre y su hermano rumbo a un futuro en Grecia. Eran 12 migrantes, pero el naufragio se adelantó.
Tanto esa foto como la del policía que carga al pequeño circularon vertiginosamente por ese otro mar cibernético. El mar permite que algunos toquen tierra para intentar erigir una nueva posibilidad pese al trauma y el miedo.
Pero para otros como Aylan, las olas diluyeron eso a través del peligroso trayecto por el Mediterráneo. Es el drama de los refugiados alrededor del mundo, parte de esa cotidianeidad noticiosa que tantas veces se licúa por inercia.
Según Amnistía Internacional, más de 4 millones de refugiados han huido de Siria y de esos, 3.8 millones se han concentrado en Turquía, Líbano, Jordania, Irak y Egipto. La organización, como otras voces, ha criticado la apatía de individuos y de líderes del mundo, así como la falta de políticas y acciones efectivas para lidiar con esta crisis humanitaria.
Sin embargo, la imagen de Aylan valida lo que Susan Sontag decía en “Ante el dolor de los demás”. Que las fotografías “dotan de ‘realidad’ (o de ‘mayor realidad’) a asuntos que los privilegiados o los meramente indemnes acaso prefieren ignorar”. La contundencia gráfica, como una pintura del periodo azul de Picasso, relata a viva voz el cuento que ha estado por mucho tiempo entre susurros.
Entretanto, la foto de ese nene que iba con camiseta roja y pantalones azules circula y, con que la hayamos visto una vez, el trozo de realidad que captura habla del insoportable peso de las culpas repartidas ante las guerras. De las vidas que se aniquilan, de las tristezas que difícilmente logran disiparse.
Cosas de los naufragios, será, pero sus restos quedan como elocuentes símbolos que pueden causar que actuemos ante lo injusto.