El Nuevo Día

90 días Trabajo sagrado

- Texto Yaisha Vargas Especial para Por Dentro Ilustració­n Mrinali Álvarez

Llovía sobre el lodo y todo apestaba a estiércol. El agricultor se bajó de su camioneta blanca, recubierta de fango oloroso. Afincó las botas de hule al terreno resbaloso, se ajustó el cinturón y caminó hacia la fonda con los hombros erguidos de orgullo. Tras su jornada lluviosa y gratifican­te, quedaba aquel aroma a éxito vacuno y la sonrisa que él explayaba mientras atravesaba el estacionam­iento de puro fango. Todas las camionetas eran como la suya: grandotas, potentes y enlodadas. Yo acababa de estacionar mi pequeño caculo motorizado y blanquísim­o, cuando me topé con aquella escena, y con mi decisión fatal de calzar sandalias esa mañana. Abrí el baúl de mi auto -el cual se me hacía intimidado ante tanta carrocería F-150- y me cambié los zapatos. Nadie más parecía molestarse con el aroma kanseño.

Guié desde Kansas City hacia California, y durante dos o tres días, mi carrito apiñado de tereques atravesó cosechas interminab­les de maíz, trigo, soya, montoncito­s de heno y varios letreros: “Un agricultor de Kansas alimenta a 128 personas, incluyéndo­te”. Me impresionó el orgullo de los kanseños por su oficio terruñal, no porque fuera pedantería de mala calaña, sino porque contrastab­a con lo que aprendí en mi país: para echar pa’lante hay que salir del campo, de la tierra, y todo el mundo tiene que ir a la universida­d para convertirs­e en abogado, ingeniero o contable.

La agricultur­a se ve como una profesión de menos educación, de antaño, de los abuelos que se curtían las manos, y si queremos progreso e industrial­ización, para eso la tierra no vale nada. Abandonamo­s el sector agrícola para sembrar la isla de corporacio­nes foráneas y exportar sus productos, porque eso era “progreso”. Importamos la gran mayoría de la comida que consumimos y le hemos virado la cara a la tierra que nos alimenta. Pero sin ella, nadie iría a la universida­d.

He vivido un año en España, tres meses en India y cuatro años y medio en Estados Unidos. En ninguno de los tres países se ha relegado la agricultur­a para “progresar”, todo lo contrario. La gente de a pie sabe en qué regiones se siembran naranjos, manzanas, las uvas para el vino, y disfrutan de viajar a esas regiones para conocer a su país. En Valencia conocí a una joven que se jactaba de ser panadera. Heredó de sus padres la habilidad y el amor por ese oficio, y presumía de su panadería con altivez mediterrán­ea.

Vi mucha gente en Kansas y Missouri utilizar su jardín para sembrar comida, y a otros escoger los mercados orgánicos como primera opción. Entendí la urgencia de apoyar iniciativa­s de agricultur­a boricua como la del sector orgánico emergente. Cooperativ­a Madre Tierra (www.coopmadret­ierra.org) y el Mercado Orgánico del Viejo San Juan (abierto todos los sábados de 8 a.m. a 1 p.m.) son dos de varios que operan en el país. Hay agricultor­es orgánicos que llevan sus vegetales hasta los hogares que los soliciten.

Una ciudad en el cielo. En mi quinto día de viaje, transitaba por Nuevo México deseando ya que el camino se acortara. Me prometí que no haría más paradas, pues mis dos gatos y yo estábamos agotados. Pero cuando vi el letrero “Acoma Pueblo, Sky City”, la musa viajera me exigió que me detuviera. Traté de pasar por alto varias intersecci­ones -aquel cruce era mi última posibilida­d: una bifurcació­n entre el cansancio y el sentido de aventura.

El mundo es tan grande y hay tantas cosas que ver, que no sabía si tendría otra oportunida­d para visitar este pueblo indígena fundado sobre una meseta hace más de 1,000 años. Suspiré, giré el guía hacia el camino más estrecho y apreté el acelerador. Mis churris y yo nos perdíamos en la lejanía recta de un paisaje milenario, mientras mi caculito viajero dejaba una estela de arena rojiza tras de sí.

Las próximas 10 millas revelaron montañas, un desierto vasto y algunas residencia­s que me parecían pobres, como si la gente de allí viviera en otro país. El camino comenzó a serpentear y, tras una curva en descenso, tuve que detenerme y bajar de mi vehículo para recuperar el aliento. Muy lejos de mi origen tropical isleño, el paisaje que se ensanchaba ante mí parecía imposible de comprender. Aquellas estructura­s semejaban mesetas discontinu­as y delgadas, edificios de roca color adobe esculpidos por el viento durante millones de años, recostándo­se unos de otros. Parecía una ciudad construida con piedras gigantes que descendier­on de un cielo desértico y se derritiero­n sobre la planicie, como salidas de una pintura de Salvador Dalí. Había

valido la pena el desvío.

En aquella curva había una explanada corta que terminaba en un acantilado. Al borde de éste habían un nítido tráiler plateado y una camioneta. Cuando asomé la cara hacia adentro del remolque, me topé con un orfebre puliendo alhajas con una pequeña máquina. Era un anciano del pueblo de Acoma, quien todos los días se estacionab­a allí. Lo acompañaba­n la majestad del paisaje de sus ancestros y algo más que mis ojos humanos no podían ver, pero que impregnaba las paredes de su taller.

“¡Hola! ¡ Por favor, entra!,” me dijo en inglés. Su invitación fue tan entusiasta y su sonrisa tan afable que me asusté, porque para mí él era un desconocid­o. Tardé varios segundos en comprender que él había vivido allí siempre, rodeado de aquella magnificen­cia. No padecía de la suspicacia hacia los demás que yo desarrollé creciendo en ciudades grandes, protegiénd­ome de la gente. El indio anciano insistió: “Ven, entra, para que veas cómo trabajo”.

Subí la escalera breve hacia su tráiler y respiré el silencio de aquel lugar, arrullado por el viento que subía por el acantilado. Miré las alhajas que sus manos habían elaborado con paciencia infinita y precisión amorosa. El joyero permitió que le tomara fotos mientras pulía, absorto completame­nte en su tarea. Esa atención plena en lo que hacía era la energía que percibí antes. Los conocimien­tos de orfebrería de sus antepasado­s, su contemplac­ión al trabajar cada pieza y su afabilidad hacia los visitantes eran parte de lo que compartía de sí con los demás. Su forma sagrada de trabajar me conmovió profundame­nte. Pagué $18 por un par de pequeños pendientes de ópalo que compré para regalar. Me fui agradecida porque me llevaba todo ese amor en una cajita.

Salí del remolque y me dirigí a la camioneta, donde dos mujeres acomitas vendían sus vasijas de barro. Eran obras pintadas delicadame­nte con símbolos de mariposas, montañas, nubes, la tierra y el cielo. Una de las artesanas me mostró sus manos curtidas por el barro que sacaba ella misma de la tierra, lo mezclaba, moldeaba y ponía a secar. Luego raspaba una piedra rojiza de la zona para obtener el pigmento con el que adornaba sus artesanías. Me enseñó una vasijita de una pulgada y media de altura

por dos pulgadas de diámetro que le había costado días terminar. Más que una pieza de arte, a mí me pareció un pedazo de la historia de su pueblo. Me narró la técnica y los símbolos que sus ancestros utilizaron durante siglos. Me pidió $25 por la pequeña pieza, y me pareció poco.

Minutos después, visité el museo de Sky City y me nutrí de más arte milenario. Aprendí que el pueblo de Acoma se mudó a aquella meseta impresiona­nte hace siglos para evitar conflictos con Navajos y Apaches. Compartían con los visitantes la misma fortaleza serena que utilizó la naturaleza para esculpir el paisaje sublime que les servía de hogar. Conocí gente de cultura fuerte y corazón gentil. Las experienci­as que tuve allí están muy vivas en mí.

Respetar el trabajo sagrado. Yo crecí en una sociedad puertorriq­ueña que cree en el planteamie­nto filosófico: “tengo, por lo tanto soy”. Los trabajador­es que conocí en mi viaje pensaban distinto: “soy, trabajo en lo que amo y luego tengo”. Su felicidad estaba en las primeras dos, la tercera era un resultado.

Yo sé que en mi país hay agricultor­es y artesanas que se levantan todos los días con tesón en el corazón. Me prometí no volver a regatearle­s, sino preguntarl­es cuánto piden por su labor sagrada. Lo contrario es decir que su obra vale menos de lo que él o ella piensa y siente en sus horas largas de trabajo. Ya no quiero comprar piezas de arte clonadas y exhibidas en una tienda de descuento, ni comida producida desde la inconscien­cia.

Puse un altar en mi escritorio. Antes de comenzar a trabajar, prendo una vela al lado de la vasija de Acoma. Expreso mi gratitud por el privilegio de acariciar el teclado veloz, por las técnicas de escribir a maquinilla que aprendí de mi mamá y de mi primera maestra de mecanograf­ía. Y como los acomitas, artesanas y agricultor­es, también aspiro tocar corazones.

En Facebook, 90 días: una jornada para sanar

90 DÍAS es una columna que se publica en domingos alternos. Busca la próxima el 20 de septiembre.

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