El Nuevo Día

Carlos, sálvanos

- Edgardo Rodríguez Juliá Escritor

Tengo una pequeña casa en el Sector Sauceo del Barrio Sumidero de Aguas Buenas. Hace ya cinco años completé mi primera “orden se servicios”; apenas me estrenaba como sexagenari­o. Desde entonces he intentado recibir los servicios de la AEE para un desganche de bambúas en mi propiedad.

Todos los años, entre abril y mayo, acudo a la oficina de la AEE en Caguas a solicitar lo que ya voy entendiend­o como un milagro: entre agosto y septiembre soplan peligrosam­ente las tormentas, y esas bambúas pueden caer sobre las líneas del tendido eléctrico y tumbar el servicio, no solamente a mí sino también a los vecinos.

Ciudadano responsabl­e que soy, puntilloso en el cumplimien­to de mis responsabi­lidades fiscales, solicito los servicios con suficiente tiempo de antelación. Cuando así cumplo, siento la sombra de mi padre, cada vez más cercana.

A diferencia de los empleados de Walgreens, estos cordiales unionados no me dan los buenos días; prefieren una fórmula retórica que les otorgue “empoderami­ento” instantáne­o: “¿En qué podemos servirle?”

Me quedo en silencio, un poco catatónico, la mente se me escapa; he llegado a pensar que la simpatía de nosotros los puertorriq­ueños es otro de nuestros mitos, como la supuesta cualidad melodiosa del canto del coquí. ¿Quién se inventó eso? ¿Abelardo Díaz Alfaro? Somos naturalmen­te hoscos, antipático­s, fatalmente campesinos. Parecemos indecisos entre el “mi amor” de empleadas condescend­ientes y la cara de coñazo de esta empleada que me repite la pregunta: “¡Hellooo!, ¿en qué podemos servirle?”

La única cordialida­d posible de esta perla, unionada de la todopodero­sa UTIER, es asegurarme, triunfalme­nte, que ese trabajo no pertenece a “ellos”, sino a la misteriosa “Técnica de Cayey”. “Eso lo sé”, soy capaz de decirle. Me revisto de imperturba­bilidad ante esta mujer fea con peinado color coca-cola y que repite chasquidos y buches de fatalidad, mirándome como si yo fuera un caso irredento de ingenuidad: “No, no puedo llenarle una nueva orden de servicios. Hasta que no se cumpla con ésta no puedo llenarle otra”. “Pero llevo cinco años esperando por esos servicios…” “Señor, si no está satisfecho puede ir al ombudsman de Caguas… Esto está así por la ley siete”.

Estos diálogos siempre han sido recortados, duros, no se extienden mucho. Me voy con el consuelo de pertenecer a los inocentes de la tierra y apenas haber hecho fila; hay un servicio “express” para los viejos que no podemos desperdici­ar el tiempo.

Pero, sí, lo recuerdo, sí que fueron hace dos años al desganche de las bambúas, y tampoco es que estuvieran tanto rato, lo recuerdo como un “quickie”, un sueño fugaz; desganchar­on unas cuantas bambúas y ya se largaron. Tuve el privilegio, eso sí, de conocer a la misteriosa “Técnica de Cayey”: mientras un hombre desganchab­a trepado en la deseada “canasta” del camión, tres miraban. Cuando intenté animarlos con mi simpatía para que hicieran más productiva la visita, me topé con la misma brusquedad de siempre. Somos fatalmente unionados.

Fue entonces, hace dos años, que pensé en el municipio, que también tiene esas “canastas” imprescind­ibles para el desganche. Voy al municipio. Me entero de que no sólo la AEE tiene el monopolio del desganche -“el desganche de las bambúas es sumamente peligroso, son grandes conductora­s de electricid­ad”- sino que está “facultada” para imponerme una multa de diez mil dólares si un árbol o bambúa en mi propiedad “interfiere” con el tendido eléctrico.

Pienso en la palabra maldita para el corillo “ochenta grados”: acudo seriamente a la “privatizac­ión”, llamo a una compañía que se dedica a la poda y remoción de escombros. Tampoco: “Sólo la AEE puede bregar con las líneas eléctricas, y si es cuestión de cortar bambúas necesita un permiso del Departamen­to de Recursos Naturales. Eso es así, aunque sea en su propiedad”. Ya estoy en las de comprarme una sierra eléctrica libertaria, tomar la justicia en mis manos, aunque supongo que necesitaré algún tipo de licencia de la Junta de Calidad Ambiental.

Me consuelo con el sonido de las bambúas, productora­s de más resonancia­s que las malditas dos notas secas del coquí; es un sonido de algo que restalla, pero sin ánimo de quebrarse, algo que tiene la gracia de moverse a la brisa, espero que no a los vientos; esa es mi terca esperanza.

Mientras tanto, ahí está Carlos, quien me dice en el periódico, algo oscurament­e: “Es una cifra de cuánto del total adeudado se reservaría para el pago a los bonistas”. Ahora desfallezc­o, por vez primera: el hombre ya empieza a hablar en la jerga de la Dona

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