RISILIENCIA
Inducir a pensar de cierta manera y monopolizar los términos que definen relevancia, son bastiones indispensables del imperialismo cultural. En toda empresa cultural que produzca valor, como son las bienales o los circuitos de premiaciones, uno ha visto los embates del mollero que limpia la casa de torceduras al canon demasiado alejadas de lo aceptable.
Cuando tal o cual artista es descrito como “giro abrupto” o “nueva vanguardia”, uno sabe que a puertas cerradas hace rato que se negoció la transición, y que así mismo el aparato que lo anuncia se reserva el derecho para destronarlo a su debido tiempo.
Suben y bajan sabores del mes en sucesión vertiginosa al olvido.
A ese control de las ideas y autores “importantes” uno está acostumbrado. A lo que no me acostumbro es al presumido control de las emociones. Disponer dónde va o no va la risa -o la ironía- y, en general, regular la geografía explícita de las emociones del autor y su audiencia, son el ungüento lubricante de la opresión.
Si algo resulta amenazante del sandungueo caribeño es su habitual desfase entre sentimiento y situación. Reírse en la tragedia, tópico fundacional del temperamento antillano, enerva al ojo que todavía cree estar en posición de dictar normas de urbanidad emocional.
Ejercer la emoción libremente, sin respeto a lo que se espera de uno en un momento dado, es un atajo a la emancipación.
Ese puertorriqueño que suelta carcajadas ruidosas en el terminal de aeropuerto, o se desinteresa de cualquier texto que procure sermonear, protagoniza sin saberlo la revolución más importante de todas.
Se es soberano al colocar el sentimiento en el escenario de pertinencia que a uno le venga en gana. Si no te hice reír esta vez, considera que mi seriedad ocasional, o a la de cualquier otro idiota que crea interpelarte, es aliada de tu derecho a la guasa.
Reír, reírnos y hacer reír imprudentemente. Es lo único que nos queda.