El Nuevo Día

Oficio con olor a café

En las montañas de Lares el recogido del fruto maduro comienza bien temprano

- Una crónica de Mildred Rivera Marrero mildred.rivera@gfrmedia.com Fotografía de Tony Zayas tony.zayas@gfrmedia.com

¿Cuántas avispas y hormigas pican las manos de quien recoge el café antes de que la aromática bebida nos abra la puerta del día o nos reconforte a media jornada? Pues muchas. Y eso es lo menos que le gusta a Víctor Manuel Feliciano Caraballo. Por eso trata de cubrirse lo más que puede.

Son las 7:00 de la mañana y lo encontramo­s con una camiseta puesta en la cabeza -su cara asomando por la abertura que debe quedar en el cuello- otra t-shirt debajo de una camisa de manga larga, pantalón largo y negras botas plásticas que llegan casi hasta la rodilla. El ropaje también lo protege del sol y evita que las “varillas”, o ramas de los arbustos, lo raspen.

“Lo más malo es cuando pican las avispas a uno… que es un dolor”, contesta el hombre de 48 años, que lleva una pantallita en su ceja izquierda, cuando le pregunto qué es lo más molestoso del trabajo.

Pero, la verdad, pensó la respuesta. La misma pregunta a otros recogedore­s de café provoca esa única respuesta. La pregunta sobre lo mejor del oficio tiene múltiples contestaci­ones como la que se refiere a la placentera experienci­a de estar en contacto con la naturaleza.

Llegamos a la finca Lealtad, de 92 cuerdas de terreno, en el barrio La Torre y en medio del verdoso y frondoso paisaje lareño de la extensa finca se abre una vena roja. Es un empinado camino de barro rojizo que da acceso a peatones y vehículos y que, a esa hora, está húmedo y lo suficiente­mente resbaloso para visitantes como nosotros, mal calzados con unos tenis.

Aguantando el paso entre piedras para no caernos, bajamos por la barrosa veta junto con el dueño de la propiedad, Edwin Soto Ruiz. Nos cuenta la historia de la finca, que se llamó Hacienda Paraíso en época española y que era propiedad de Miguel Márquez y Enseñat, quien, en 1917, cuando se firmó la Ley Jones que otorgó la ciudadanía estadounid­ense a los boricuas, juró lealtad a la bandera española junto con otros 129 compatriot­as. Desde entonces, la finca se conoció como Hacienda Lealtad.

Tiene una siembra intercalad­a de matas de plátanos y árboles de china, guamá y carbonero que, cuando sean adultos, darán sombra a los arbustos del café, condición que deberá reflejarse en la calidad del pulposo grano.

Entre arbustos, y encaramado a un nivel superior a nosotros, encontramo­s a Luis Ramos con una paila colgada en la cintura. Explica que hay menos café de cosecho del esperado a esta fecha porque ha tardado más en madurar. Eso es probableme­nte por la sequía, dice Edwin.

“Dentro de dos o tres semanas debe haber bastante”, vaticina Luis y explica que allí se recoge café hasta noviembre o diciembre. Cuenta que es de Mayagüez y que solo lleva tres meses trabajando en esta finca. Se había ido a Estados Unidos, donde estuvo como año y medio, pero regresó porque, aunque el plan era quedarse, no se pudo llevar a su familia. Estuvo nueve meses desemplead­o.

Continuamo­s bajando por el camino para adentrarno­s más en la finca en busca de otros obreros. Edwin explica que cultiva café borbón, principalm­ente, y que ha desarrolla­do una nueva variedad que propagará próximamen­te. En 85,000 arbustos se cuenta la siembra que hay en esta propiedad que es solo una parte de las 400 cuerdas de terreno lareño que posee el empresario.

Por fin llegamos al grupo donde está Víctor Manuel. Los miramos desde abajo y pienso cómo subir la jalda. El fotógrafo Tony Zayas se aventura primero junto con Edwin. Sin otro remedio, empiezo a subir por el terreno con pasto crecido y hojarasca, me aguanto del tronco de un arbusto de café y Maribel Feliciano Caraballo, hermana de Víctor, me extiende la mano para halarme. Tiene la mano fuerte y con destreza me hala sin moverse un centímetro. Subo y me apalanco apoyando el pie de lado en una especie de huequito en la tierra.

Desde allí los veo a todos, algunos arrancando los granos de café cómodament­e en las ramas bajas de los arbustos, otros, atrayendo hacia sí las ramas más altas para escoger los frutos maduros y dejar los verdes. El calor del día empieza a apretar, pero aún se mantiene la humedad mañanera que genera un particular olor a tierra que perfuma el predio.

En un nivel más bajo trabaja Maribel, quien vive en Guayama, pero en los días de semana se queda en la casa que era de sus padres en Maricao para estar más cerca de Lares. Laboró como niñera en un tiempo y luego en una bananera, pero de niña, la mamá los llevaba, a ella y a Víctor Manuel, a recoger café.

“La tranquilid­ad”, dice Maribel, cuando le pregunto qué es lo mejor de esta labor agrícola. “Estar en la naturaleza”, agrega y mira a su alrededor. “Y estar con los muchachos”.

Lo más incómodo, reflexiona mientras detiene su labor brevemente para conversar, es “cuando tengo que bajar desde allá arriba para ir a vaciar el canasto al saco” varias veces al día.

Maribel se refiere al canasto que se cuelga a la cintura y en el que deposita cada grano que recoge. Cuando lo llena, tiene que vaciarlo en un saco que deja en la parte superior de la jalda donde está. Maribel puede recoger de dos a tres almudes de café mientras que su hermano puede llegar hasta los cinco almudes. En el caso de los varones, estos llevan el saco vacío atado a la parte posterior de su cinto y cuando comienzan a vaciar el canasto lo colocan en el suelo y lo sigue cargando por toda la finca.

“Válgame, yo empecé a los 15 años más o menos. Vivía en San Sebastián y venía a trabajar y me quedé y me casé. Se coge el café maduro. El café se tarda siete meses y a los siete meses se puede raspar”, da cátedra, por su parte, Heriberto Cortés Amaro (en la foto principal), quien explica que “raspar” es coger los granos maduros y los verdes.

Contrario a otros varones del grupo, Heriberto usa una canasta a la cintura en lugar de una paila. “Esto no hace ruido” cuando se tira el grano, da su explicació­n. Cuenta que tiene una finca de dos cuerdas de terreno que “estoy preparando” y que una de sus hijas es trabajador­a social pero ahora cursa estudios para aprender a castrar cerdos.

Va de un arbusto a otro pero, distinto a los demás, utiliza un machete para apoyarse en la tierra. Será la experienci­a.

Entre los recogedore­s también están Edwin Cruz González, Juan Luis Ramos y Engracia Olivencia Torres, todos del barrio Pezuela, lugar de origen de Edwin, el dueño de los terrenos.

Son casi las 8:30 a.m. y el rubio sigue acariciand­o el ambiente. Maribel llena su primera canasta de café y Edwin Cruz explica que cuando no están recogiendo el café hacen otros trabajos, como desyerbar o abonar el terreno. En esta finca se paga el salario mínimo.

Decido unirme a los que se han movido más abajo en la jalda y tardo en decidir la ruta porque estoy segura de que me voy a caer. Heriberto me indica por qué lado del arbusto irme para evitarlo y lo hago con éxito agarrándom­e de otro tronco. Llego junto a Engracia y me vuelvo a apalancar.

Juan Luis, quien tiene 36 años, empezó a recoger café a los 18 años, con los trabajos que daban de verano para los estudiante­s. “Es bueno cuando hay mucho café”, dice, mientras trabaja cerca de Engracia, con quien está casado.

Engracia destaca en el grupo por ser la única que utiliza guantes de tela, cubiertos por otros de plástico, para recoger los frutos. Debe ser porque no está acostumbra­da pues trabaja más frecuentem­ente en el vivero de esa empresa, donde propagan árboles y arbustos para la finca.

La compañía es una diversa que actualment­e está en expansión. Se construye un establecim­iento para vender café y otros alimentos, se habilita una beneficiad­o de café y han convertido en hotel la antigua casa de los hacendados de La Lealtad.

“Yo tengo hambre, ¿vamos a desayunar?”, pregunta Engracia cerca de las 9:00 de la mañana.

Minutos más tarde pausan para tomar su desayuno. Engracia le da el saco a Juan Luis para que lo cargue jalda arriba. Los demás optan por bajar hasta el camino y yo con ellos.

Suben hasta una especie de casa y se sientan en la acera a comer, a refrescars­e y aprovechan para ir al baño. Luego, regresan al trabajo, algunos hasta la 1:00 p.m. y otros hasta las 3:00 p.m. La rutina continúa igual, callada, con esfuerzo físico, con el terruño sonriéndol­es.

Al final de la jornada, marcan los sacos con los almudes que han recogido, los marcan con sus nombres y los dejan a la vera del camino. Entonces llega el capataz, Ángel Ruiz, quien se adentra en la finca con una guagua pick-up para recoger los sacos.

Al día siguiente se repetirá la historia.

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 ??  ?? Una canasta llena de café maduro que más o menos hace un almud.
Una canasta llena de café maduro que más o menos hace un almud.
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El capataz, Ángel Ruiz, recoge los sacos de café que los obreros dejaron a la orilla.
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El propietari­o, Edwin Soto Ruiz, muestra granos de café que han sido procesados.
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A las 9:00 a.m. es hora del desayuno y los empleados hacen un alto en sus labores.

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