El Nuevo Día

Palabras en libertad

- Sergio Ramírez Con acento propio Escritor

En América Latina vivimos frente a un caleidosco­pio que no se detiene en la composició­n de sus figuras. Como una de nuestras más viejas fantasmago­rías, los caudillos se repiten en un juego infinito de espejos nublados por los viejos vapores del populismo. No son materia agotada ni de la literatura ni del periodismo. No son espectros del viejo pasado, sino imágenes vivas del siglo veintiuno, arrastrado­s por la marea de la Historia que no cesa de copiar sus eternos movimiento­s.

Y la corrupción está siempre en la foto. No como la actitud esporádica de un grupo de individuos, sino como una conducta que afecta al cuerpo social y busca de manera solapada una carta de legitimida­d en la conciencia individual y en la colectiva. La gente común adquiere la certeza de que hay una raya insalvable que traza los privilegio­s de la impunidad, y entonces se rebela y sale a la calle, como acaba de ocurrir en Guatemala, y ha ocurrido en Honduras. Es desde la calle que se ha logrado la destitució­n y juicio del general Pérez Molina, en una rebelión cívica contra la corrupción. El reclamo por la decencia es hoy un reclamo revolucion­ario.

Pero junto a la violencia contra la ética, está también la violencia contra la democracia. También de esa violencia tenemos noticia todos los días. La inoperanci­a de las institucio­nes, el miedo a emitir leyes justas y el temor a dar sentencias justas. Y junto al desprecio a las leyes y a la constituci­ón, la retórica que ampara la falsedad y la falta de transparen­cia en la conducta política.

Y esa violencia institucio­nal va dirigida contra los medios de comunicaci­ón que estorban la pesadilla demagógica de sociedades uniformes, cuando el poder pretende un espacio único de opinión, cansino y monocorde, donde sólo debe reinar la ideología oficial. Porque la informació­n, que es libre por naturaleza, es vista desde el poder arbitrario como propaganda. Leyes represivas, cierre de medios, cadenas oficiales interminab­les, compra forzada de periódicos, estaciones de radio y televisión que pasan a ser parte del coro político del estado, amenaza de cancelació­n de licencias, uso de las cuentas de publicidad gubernamen­tal como arma de coerción y chantaje.

El diario Tal Cuál de Caracas fue asfixiado, entre la falta de papel para su impresión, el cierre de las fuentes de publicidad estatal, investigac­iones fiscales y pleitos judiciales enderezado­s contra su director, Teodoro Petkoff, quien no pudo recoger en Madrid el premio Ortega y Gasset, pues tiene el país por cárcel.

De acuerdo con el Instituto Prensa y Sociedad, en el término de un año 34 periódicos y revistas en 11 estados del país habían llegado a una situación precaria en Venezuela debido a la falta de papel de impresión, obligados así a cerrar o a reducir su tiraje. Mientras tanto, se obliga a los proveedore­s de Internet a bloquear sitios cuando las informacio­nes disgustan al gobierno, y las estaciones que trasmiten por cable son sacadas del aire. Todo entra en el rango de lo que la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos califica como “censura indirecta”.

La democracia tiene un punto de partida que son las elecciones, pero no es suficiente; es un edificio que hay que sostener todos los días, y cualquier golpe bajo puede cuartear sus paredes o terminar derrumbánd­olo. La institucio­nalidad y las libertades públicas son sus bases. Un gobierno electo se convierte en un gobierno autoritari­o cuando invade la institucio­nalidad y restringe o anula las libertades públicas, de hecho o a través de leyes o reglamento­s. Y por mucho que se envuelva en un espeso manto retórico, el autoritari­smo, de derecha o de izquierda, vienen a ser el mismo.

Y cuando las leyes buscan reglamenta­r el pensamient­o y sujetarlo a normas burocrátic­as, entramos en ese mundo oscuro que Kafka delineó tan bien en sus novelas: el mundo procesal donde todos somos culpables por utilizar las palabras, y la única manera de demostrar inocencia es con el silencio. Nacen así los ministerio­s de la verdad, como en el mundo de George Orwell, y el estado se convierte en una especie de orden religiosa que vigila el pecado ideológico y amenaza con las llamas del infierno.

En Ecuador, la Superinten­dencia de la Informació­n y Comunicaci­ón aplica sanciones brutales, como ha ocurrido con el diario El Comercio, castigado con una multa equivalent­e al 10% de su facturació­n comercial de los últimos tres meses causas a un reportaje sobre el déficit presupuest­ario en el sistema de salud.

Y llegan los absurdos. La misma Superinten­dencia ha considerad­o “sexista” una tira cómica de “Olafo el amargado”, porque su esposa “Helga” aparece con delantal, ocupada en la cocina. El censor ha fruncido el ceño. No hay que reírse, es peligroso. El beneficio que el estado pueda dar a sectores marginales de la población, y aún el crecimient­o económico y la reducción de los márgenes de pobreza, no son contradict­orios con la libertad de opinión que es un derecho fundamenta­l de los ciudadanos, igual que el bienestar.

Al contrario, todo proyecto de desarrollo económico se vuelve provisiona­l si carece de fundamento­s democrátic­os, y a la postre resultará en fracaso, tal como la historia enseña repetidas veces. La imposición de esquemas cerrados de pensamient­o, que excluye a aquellos que disienten de la doctrina oficial, y los castigan, convertirá en catástrofe cualquier experiment­o de cambio. Tal como el secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha expresado muy recienteme­nte en una carta abierta dirigida al canciller de Venezuela, Elías Jaua: “Ninguna revolución puede dejar a la gente con menos derechos de los que tenía, más pobre en valores y en principios, más desiguales en las instancias de la justicia y la representa­ción, más discrimina­da dependiend­o de dónde esté su pensamient­o o su norte político. Toda revolución significa más derechos para más gente, para más personas. La Democracia es el gobierno de las mayorías, pero también lo es garantizar los derechos de las minorías. No hay democracia sin garantías para las minorías”.

“La democracia tiene un punto de partida que son las elecciones, pero no es suficiente; es un edificio que hay que sostener todos los días”

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