El Nuevo Día

90 días Vida en el desierto

- Texto Yaisha Vargas. Especial Por Dentro● I lustración Mrinali Álvarez● 90 DÍAS es una columna que se publica en domingos alternos. Busca la próxima el 1 de noviembre. En Facebook, 90 días: Una jornada para sanar.

El paisaje se abría a una fisura vasta, fría; frígida vacuidad. El silencio aullaba sutil, seco, solitario. Una fractura geográfica lastimosa que desembocab­a en un agujero abismal: un pasaje doloroso hacia la eternidad. Era mi paisaje interior hace cuatro años. Allí habitaba, protegiénd­ome a gritos para no sentir profundame­nte el desgarre de un destierro horrible. En ese desierto, encontré a mi maestro de meditación. Miré en sus ojos y vi el interés genuino de ayudar.

Ya no buscaba quien me rescatara, sino alguien que me dijera cómo salir yo misma de aquel lugar. Mas en vez de “sacarme” de allí, el instructor de meditación introspect­iva me invitó a mirar dentro del abismo y a deslizarme por allí: adentrarme en mi propio dolor en vez de huir. Una vez lo hice, atravesé una especie de “velo”. Abrí los ojos. “¡No hay nada!”, le dije, y asintió con la mirada fija. Cerré los ojos de nuevo, y allí estaba ese no-lugar. Me había aterrado la vacuidad, sin embargo, una vez me escurrí hacia ella, descubrí que en esa nada-todo ya no había drama, ni sufrimient­o, ni dolor. Todo eso ocurría en la superficie de mi humanidad. En la profundida­d, sólo había silencio.

Durante estos cuatro años, y mientras iba sanando, esa fisura interior cambió de forma, color y textura: se volvió blanda, húmeda, rosada y violeta. Su aridez se transformó en un manantial caudaloso que fluía en el fondo de mí. Hace algunos meses, durante una de las últimas sesiones con mi instructor, la hendidura apareció de nuevo en mi meditación, llenándose de agua hasta el tope, un río de agua prístina con grama a su alrededor, una montaña imponente de trasfondo, el sol esparciénd­ose de alegría, un cielo de azules y rosados intensos. Sonreía con este paisaje que me habitaba, desbordánd­ose de vida. Cuando abrí los ojos, mi maestro me miraba sonriente y sereno. “Tal parece que estás desarrolla­ndo tu propia práctica”, me dijo. Y asentí.

Tras partir de Missouri hacia California en automóvil, le envié un mensaje a mi maestro confirmand­o nuestra próxima cita, que sería por teléfono. Me respondió que tenía un reto de salud significat­ivo y no estaría disponible por varios meses. Menos mal que me había detenido en una estación de descanso para revisar mi buzón de emails, porque mi grieta interior se expandió dolorosame­nte, una espiral de recuerdos y temores: el destierro que había vivido y mi destino aún incierto en California. Respiré y leí de nuevo: no era una despedida sino un hasta luego. Informaba compasivam­ente que necesitaba cuidar de sí mismo. Semanas después, familiares y estudiante­s comenzaron a escribir mensajes de ánimo en un blog. Nos tocaba ayudarlo de vuelta.

Días después, conducía por la ruta 159 de Colorado hacia Nuevo México. Atravesaba una llanura rodeada y cobijada de montañas cuando divisé una nube disolviénd­ose rauda sobre los sembradíos, maratónica, abarcando el llano mientras se entregaba, desaguándo­se hacia su próximo capítulo de vida: el sustento de una cosecha. Presenciab­a cómo una nube “moría” feliz.

Tras mi despegue en automóvil, una de mis mejores amigas en Kansas City insistió en que me detuviera en Arizona para ver el Gran Cañón del Río Colorado. “Es una oportunida­d de una sola vez en la vida”, aseguró. Hubiese deseado que no dijera eso. Ya había hecho pausas en Kansas, Colorado y Nuevo México. “No, que no, que no quiero. Que estoy cansada. Es demasiado”, les rebatí a ella y a mi intuición, que también me empujaba a hacer la parada. “Sólo considéral­o”, me dijo mi amiga, con amor.

Entonces hice lo que mejor sé hacer cuando tengo una interrogan­te de grandes proporcion­es. Además de meditar, abrí una galletita de la suerte. Durante un par de días, mi almuerzo o cena había consistido de habichuela­s y vegetalito­s enlatados. Mi estómago estaba en huelga y clamaba por vegetales frescos. Cuando llegué a Santa Fe, Nuevo México, me entraron unas ganas gengiskana­s de cenar comida oriental y hallé un restaurant­e de comida asiática. Me sirvieron una sopa tan grande como una piscina salada, en la que nadaban enormes hortalizas suculentas. Parecía que no me deshidrata­ría jamás. Con el pago de la cuenta, llegó la galletita de la suerte. La cosquilla anticipato­ria reverberab­a en mi esófago como la cuerda de un bajo feliz. Resquebraj­é mi tesoro azucarado y halé el papelito, su verdad indisolubl­e: “Visita un parque, disfruta de lo que ofrece la naturaleza”. Por supuesto. El cosmos tiene sentido del humor.

Fue así que me detuve en el Desierto Pintado y el Bosque Petrificad­o en Arizona; dos par-

ques naturales, milenarios y contiguos, en los que la arena rojiza se mezclaba mágicament­e con matices rosáceos, y la madera robusta de lo que fue una vez fue un paisaje frondoso se había convertido en fósiles de piedra gracias a la erosión. En el desierto pintado divisé otra nube cabalgando sobre la llanura hacia su disolución, dejando como espectácul­o que el atardecer rosa fuerte la atravesara como un holograma. Una película meditativa. Me enamoré de su hermosa impermanen­cia.

Llegué a Flagstaff, Arizona, ciudad que estaba de camino cuando transitaba por la ruta 40 hacia el oeste. Ya era de noche, así que busqué dónde dormir. En mi mapa, el Cañón del Colorado se veía tan distante como a cuatro horas de camino, así que no le di vuelos a mis esperanzas. Pero cuando le pregunté al dependient­e del hostal, me dijo que estaba sólo a 90 minutos de allí. Mi amiga tenía razón. No me perdonaría estar tan cerca y no hacer la parada.

Una vez llegué al centro de visitantes en el borde sur del Cañón, caminé hasta el mirador de Mather Point. Me acerqué a la barandilla lentamente, pues era un paisaje muy grande como para bebérselo todo de golpe. Lo abordé a sorbos y me atreví a respirar su grandeza, que se extendía más allá de lo que mis ojos alcanzaban a ver. Perseveran­te como la eternidad, el Río Colorado surcó durante miles de años lo que antes eran mesetas, erosionó con sagacidad serena y esculpió con un cincel granate lo que hoy es una de las maravillas geológicas más asombrosas del planeta.

Con este último viaje a California, he visitado más de 30 ciudades en América del Sur, Central, del Norte, el Caribe, Europa e India. Pocas cosas me han deslumbrad­o hasta paralizarm­e, como el desierto de Atacama en Chile, la Cordillera de los Andes en América del Sur, las Montañas Rocosas en Colorado y las mesetas de Sky City en Nuevo México.

Quería experiment­ar la grandeza del Cañón sin el obstáculo de una baranda. Caminé unos metros más en la vía principal de Mather Point y hallé un bonche de juventud cosmopolit­a haciendo fila para tomarse fotos en una orilla que no tenía baranda ni letrero de relevo de responsabi­lidad. Bajé por una vereda angosta de unos metros de longitud, apechando con valentía y sentándome sobre algunas rocas para estirar las piernas y poder descender. Una vez llegué al borde, le di mi cámara a unos jóvenes –a la sazón europeos–, puse mi estera de yoga casi en el extremo rocoso y me paré de cabeza... temblando un poco, por supuesto.

Luego, me senté en el límite con las piernas colgando y observé mis zapatos deportivos suspendido­s sobre 1.6 millas de vértigo fascinante; a lo cual también le tomé una foto. Mas como abrir una caja china, me percaté de que el paisaje que admiraba más allá de mis tenis no era roca rojiza nada más. Un follaje diverso forraba el acantilado esculpido. No me había detenido a pensar en la posibilida­d de que, en medio de tanta sequedad, hubiese tanta vida. Aprendí que hay más de 2,000 especies de plantas y el lugar es una reserva natural para cientos de animales de todas clases. Era lo que mi maestro de meditación me había enseñado: al conocer la profundida­d de mi dolor, descubrirí­a una vastedad que anhelaba vivir a través de mí. Había sentido mi herida existencia­l, árida y tenebrosa, tan enorme como esta geografía. Mas ese día, al interioriz­ar el paisaje exterior, supe que la hendidura también había cobijado mucha vida. Era un túnel hacia la luz, mi conexión con el Universo. Me fui en silencio. Me habitaba una experienci­a profunda.

Por la tarde, continué por la ruta 40 hacia Cali, satisfecha por las aventuras vividas y lista para, finalmente, no hacer más paradas más hasta llegar a mi nueva morada, cuando... allí estaba. Un hermoso riachuelo rodeado de follaje, con una montaña de trasfondo, el cielo que destellaba potentes matices azules y rosados, el sol en su gloriosa despedida: la estampa que había visto en una de mis últimas meditacion­es con mi maestro. Frené en el paseo, sobrecogid­a. La foto viva no podía ser más parecida a lo que había visto en mí meses antes. Mi geografía interior rebosaba de agradecimi­ento hacia mi instructor y hacia la Vida, que me daba la bienvenida a un próximo capítulo, ahora no muy distante de la frontera de California.

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