El Nuevo Día

Carlos Alberto Montaner

- CONFÍA, PERO VERIFICA

Acaso el único concepto de la cultura rusa que seducía a Ronald Reagan era ese viejo proverbio: “Confía, pero verifica”. El presidente norteameri­cano no se hacía demasiadas ilusiones con la naturaleza humana. La disposició­n a engañar, hacer trampas o a aprovechar­nos de la indefensió­n del otro es una triste constante en la historia de nuestra especie.

Acabamos de verlo en el fraude cometido por el fabricante de automóvile­s Volkswagen. Sus ingenieros crearon un ingenioso programa de computador­a para burlar las disposicio­nes oficiales norteameri­canas de protección del medio ambiente. Algunos de sus autos contaminab­an hasta 40 veces más de lo permitido. No les importaba envenenar la atmósfera con tal de ganar más dinero.

Pero la historia universal de la infamia posee mil ejemplos: desde el gigante Enron, que maquillaba sus libros de contabilid­ad, hasta la despreciab­le anécdota del laboratori­o Turing, cuyo principal accionista es un joven inescrupul­oso llamado Martin Shkreli.

El personaje compró los derechos de una medicina contra la toxoplasmo­sis, una enfermedad parasitari­a que puede ser letal, transmitid­a a los humanos por las heces de los gatos, especialme­nte devastador­a en los enfermos de sida porque carecen de mecanismos defensivos naturales, y poco después multiplicó por cinco mil el costo de las pastillas: de $13.50 a $750, impidiendo a muchos enfermos que pudieran curarse.

Shkreli se escudó en el argumento legal. Lo que hacía no violaba ninguna ley y estaba protegido por el derecho de propiedad. Lo hacía porque podía hacerlo. Era cierto. No se trataba de un delito. Era una canallada. Tampoco debe serlo violar el cadáver de la abuela, pero no deja de ser repugnante.

De alguna forma, el razonamien­to era el mismo esgrimido por los esclavista­s hasta el siglo XIX. Los esclavos eran una propiedad y el Estado no podía vulnerar ese derecho. Hasta que los legislador­es entendiero­n que sí había límites y era preciso establecer­los. Una persona no puede poseer a otra persona, como no puede comprar los derechos sobre el oxígeno o sobre la luz solar.

Lo que parece no tener límites es la defensa de los intereses económicos. Los religiosos en Estados Unidos e Inglaterra invocaban pasajes de la Biblia con el objeto de justificar la esclavitud. Aseguraban que los negros descendían de Cam, hermano de Sem y de Jafet, supuestame­nte condenado por Noé, el padre, a servir de esclavos de los blancos.

Había razones fundadas en la ética. La esclavitud, decían, era una forma eficaz de educar a los africanos en el cristianis­mo y la civilizaci­ón occidental. Vivían mejor -aseguraban- en los barracones y al alcance del látigo de los mayorales que en la barbarie de su continente feroz y atrasado, permanente­mente acosados por las fieras, las enfermedad­es o el maltrato de las tribus enemigas.

Los más sabiondos se escudaban en la pseudocien­cia: los africanos eran inferiores, subhumanos. Ya Aristótele­s advirtió sobre la existencia de seres concebidos para servir: los “esclavos por naturaleza”. Era la teoría racial que acabaría por engendrar el nazismo. Un diplomátic­o francés, Joseph Arthur de Gobineau lo había escrito a mediados del siglo XIX en una obra que tuvo una nefasta influencia: “Ensayo sobre las desigualda­des de las razas humanas”.

¿Cómo se lucha contra las trampas, las falsificac­iones, los engaños de las empresas, las mentiras de los políticos y funcionari­os que representa­n al Estado, los fraudes de las personas que no pagan sus impuestos, o los “free-riders” que se las arreglan para que otros incautos les paguen sus cuentas, muchas veces sin advertirlo?

Obviamente, con reglas claras y generales de obligatori­o cumplimien­to para todos, administra­das por institucio­nes vigilantes fuera del alcance de la mano peluda de los poderosos, de manera que puedan preservar su capacidad de acción.

Por eso es importante que existan contralorí­as, auditores y “agencias” autónomas que examinen la distancia que existe entre el compromiso contraído y la realidad. Por eso es vital que se castigue la ilegalidad y se distinga al comportami­ento decoroso, hasta que ese sistema de premios y castigos se transforme e interioric­e como valores compartido­s.

Ya en el Código de Hammurabi, dos mil años antes de Cristo, se establecía la necesidad de pesas y medidas para evitar los fraudes de los comerciant­es. “Si los hombres fueran ángeles -escribió James Madisonno haría falta ningún gobierno”. Pero no somos ángeles.

“Los religiosos en Estados Unidos e Inglaterra invocaban pasajes de la Biblia con el objeto de justificar la esclavitud. Aseguraban que los negros descendían de Cam, hermano de Sem y de Jafet, supuestame­nte condenado por Noé, el padre, a servir de esclavos de los blancos”

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