El Nuevo Día

Corruptos, ¿por qué? ¿

- Benjamín Morales Meléndez benjamin.morales.melendez@gmail.com Twitter.com/BenjaminMo­rales

“No hay una base sólida, un proyecto social colectivo que premie la honestidad como valor supremo”

Qué vino primero: un sistema corrupto o unos ciudadanos corruptos? ¿El sistema corrompió a los ciudadanos o los ciudadanos corrompier­on al sistema? ¿Quién empezó a cultivar el germen: las clases adineradas o las comunidade­s oprimidas por la pobreza? ¿La corrupción es genética o se aprende? ¿Por qué este país es tan corrupto? ¿Somos culpables todos? ¿Podremos, por lo menos, poner la corrupción bajo control?

Estamos en un punto en que es más que prudente hacerse todas esas preguntas. Yo no tengo las respuestas, por eso me las formulo. Eso sí, opino que estamos en el momento histórico correcto para discutirla­s a profundida­d, aún más que durante la ola de arrestos de figuras políticas ocurrida entre las décadas de los noventa y 2000, porque en aquel entonces los casos se centraban en figuras de alto perfil, en el tope de las estructura­s de los partidos, además de atacar el tipo de corrupción más arraigada en nuestra sociedad, la del narcotráfi­co.

Lo que llevamos viendo los últimos años es una escalada en los esquemas corruptos de personas simples, de gente que podría caer en los parámetros de “trabajador­es honrados”. Ya no se trata solamente de políticos ladrones o narcos fuera de serie, lo que estamos viendo es cómo el obrero de a pie se ha puesto de acuerdo para reclamar su parte del desfalco de las arcas públicas, conducta que ha llevado a este país a la quiebra por los pasados 30 años.

Y habrá quien diga que esto pasaba antes, que ahora se sabe más porque los atrapan, etc., etc., etc. Eso podría ser cierto, pero también podría ser correcto que hoy día se hacen más evidentes porque ocurren con mucha mayor frecuencia, porque se ha perdido el pudor y porque la ambición de tener lo que no se puede pagar es tanta que se hace imposible sucumbir a la tentación.

Tomemos como ejemplo los casos ocurridos recienteme­nte. En Cidra arrestaron media policía municipal por un esquema de fraude al seguro compulsori­o. Estos policías, supues- tamente, se ponían de acuerdo con empleados de la Asociación de Suscripció­n Conjunta del Seguro de Responsabi­lidad Obligatori­a (ASC) para reportar accidentes fatulos con la ayuda de “implicados” en los accidentes. En ese julepe se tumbaron $200,000, como mínimo. Otro caso escandalos­o fue el del fraude en los Cesco, además de los múltiples incidentes con el Seguro Social y compañías asegurador­as.

A ellos se suman conductas deplorable­s como los comerciant­es que cobran el IVU y no lo remiten al Departamen­to de Hacienda, los esquemas de evasión contributi­va que tanto daño hacen al fisco, el uso del sistema público para financiar las campañas electorale­s, los policías como principale­s agentes del narcotráfi­co, los religiosos de dudosa reputación, periodista­s que se creen que están por encima de la ley, maestros que faltan a su deber ministeria­l a diario, empresario­s expertos en modelos de sobor- nos, puntos de drogas a la luz de todos, entre muchos otros.

Lo que hemos estado viendo es cómo la corrupción está tan generaliza­da que básicament­e uno se plantea si en este país hay alguna operación que sea 100 por ciento honesta. ¿Cómo es que llegamos aquí? ¿Siempre fue así y no lo veíamos o el problema se ha arraigado mucho más en las últimas dos décadas?

Quizás Yamil Kourí, aquel bandolero que fue el foco de la corrupción en el Instituto del Sida de San Juan, tenía razón cuando dijo que “Puerto Rico es el país más corrupto del mundo”.

¿Por qué lo permitimos? ¿Por qué lo toleramos? ¿Por qué no hacemos algo al respecto?

La corrupción es un tema cultural, de valores. Empieza por la formación, por el carácter, que surge del balance de tres ambientes críticos en la crianza de un ser humano: la casa, la escuela y el lugar donde se vive. Si en uno de esos escenarios se desvirtúa el concepto de la honestidad, el germen de la corrupción comienza a cuajarse. Para desgracia nuestra, la percepción que tengo es que en nuestro país cada vez vemos más que esa “flexibiliz­ación” del concepto de honestidad se da en esos tres focos fundamenta­les para el desarrollo de un juicio valorativo correcto.

Dado que no hay una base sólida, un proyecto social colectivo que premie la honestidad como valor supremo, hemos creado un contexto de país en el cual ser deshonesto es pasmosamen­te tolerado y combatir la corrupción individual u organizaci­onal es de aquellos que llamamos “chotas”.

El otro día recibí una carta de un lector que me sacudió. Explicaba él ese escenario. Señalaba cómo en su centro de trabajo “eran flexibles” con los horarios de trabajo y cómo se traquetea con el recurso humano depen- diendo del color del partido que esté en el poder y los intereses que se muevan a su alrededor. Decía que optaba por el silencio porque el que denuncia básicament­e se convierte en un paria y, claro está, llega incluso a exponer su vida, porque hoy día nuestro modelo está tan corrupto que hasta matar a alguien no es problema para mucha gente.

Estampas como esas nos son cotidianas a todos. Se nos aparecen en el día a día con una naturalida­d que da grima, pues va desde quien se come un guineo en el supermerca­do y no lo paga, hasta quien elabora un complicado esquema de ventas de valores que acaba con los ahorros de miles de personas sin pasar un día en la cárcel.

Así no podemos crecer como sociedad. Los que somos honestos tenemos que dejar de ser parte del problema y comenzar a procurar una solución. Es cierto que no es sencillo cuando las estructura­s llamadas a controlar la corrupción son las primeras que han sido asaltadas por ese estilo de vida, pero tengo fe de que todavía hay gente honesta allí, servidores públicos dispuestos a dar todo porque los malos no sigan ganando.

¿Lograremos que eso pase? Claro que sí, sólo tenemos que aprovechar las circunstan­cias. Hoy los dos partidos principale­s que nos han gobernado por décadas están bajo investigac­ión federal por esquemas ilegales de contrataci­ón. Es un buen momento para empezar a presionar, para pedir que se rindan cuentas y, sobre todo, para dejar de que nos anden metiendo las cabras al corral.

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