DE ASALTOS Y GATILLOS
La cosa no está fácil. Pero dele, ¡levántese positivo como yo! Mire, esto también pasará y como decía Martinho da Vila, … a vida vai melhorar, a vi
da vai melhorar. Por eso, mientras pueda, yo seguiré escribiendo Bocadillos en esta esquinilla del Nuevo Día, para de vez en cuando alegrarle una mañanita (o arruinársela, lo sé; pero lo juro que es sin querer). Bien, le hablo de un pedacito de palabra muy productivo: el sufijo diminutivo -illo. Este sufijillo se remonta al latino -ellus e -illus. Los descendientes de -ellus, nos cuenta Phaeris, asumieron diversas formas, como –ello, -iello e –illo. De estos tres, el primero ya no se escucha con frecuencia; el segundo -iello, se conserva en el aragonés y asturiano de hoy como bichiello, gargantiella, martiello, astiella, castiello. El sufijo –illo, en cambio, fue el diminutivo por excelencia hasta que vino –ito y lo destronó. El pobre amigo –illo tuvo un periodo de decadencia en español, durante el cual ocurrieron tres cosas: su uso mermó, muchas palabras terminadas en –illo derivaron en –ito, y otras se lexicalizaron (como bolsillo, castillo, peinilla y perilla). ¿Gatillo? Pues ese es el que halan los malechores para disparar, y de entrada le digo que es posible que no esté emparentado con el diminutivo –illo, como tampoco lo está mejilla. En fin, que le cuento, para terminar, de unos gatilleros que entraron a robar un banco; el líder, fuertemente armado, llevaba un lindo minino en la mano y a viva voz gritó: –¡Manos arriba o aprieto el gatillo! Una señora, muy alarmada, le imploró: –No por favor, por lo que más quiera, ¡al gatillo no!