La injusticia nuestra de cada día
No existe peor injusticia que un inocente en la cárcel. Y es que debe ser frustrante estar en una pequeña celda, privado de libertad, de las cosas más básicas y necesarias de la vida -esas que damos por sentadas- y pensar diariamente, minuto a minuto, ¿por qué a mí? No nos equivoquemos; esto le puede pasar a cualquiera. Lamentablemente, hay que reconocer que ello acontece con relativa frecuencia.
En Estados Unidos, han sido excarceladas 350 personas en los últimos años al establecerse, gracias a la prueba de ADN, que eran inocentes. En Puerto Rico, los medios han difundido varios casos, destacándose el de Jonathan Román, que resultó convicto injustamente por el asesinato del joyero canadiense, y el de los seis inocentes de Guayama. En ambos se concluyó que los acusados habían sido convictos injustamente. Dos de los inocentes de Guayama se suicidaron en la cárcel antes de la determinación que los exculpaba. Estar en condiciones carcelarias para extinguir condena por hechos que uno no ha cometido tiene que ser un peso muy difícil de sobrellevar.
Tristemente, hay muchos más inocentes en nuestras cárceles. Las razones son múltiples: desde errores humanos hasta actuaciones ilegales de personas que, de una manera u otra, participan en el proceso penal. Repentinamente, sin previo aviso, el estado -mediante un proceso defectuoso- transforma a un ciudadano normal en un supuesto asesino o violador. Se estima, conservadoramente, que entre un 5% y un 6% por ciento de las personas encarceladas en Estados Unidos son inocentes. Estamos hablando de miles, algo muy duro para esas personas, sus familiares, para todo su entorno.
Todo sistema de justicia penal debe aspirar a que toda persona que comete un delito sea procesada y encontrada culpable y a que, paralelamente, toda persona inocente sea exonerada. Pero no es tan fácil. El Proyecto Inocencia -del cual la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana es parte- pretende lograr, justamente, la exoneración de quienes se encuentren cumpliendo sentencia a pesar de ser inocentes y, además, presentar reformas a las reglas de procedimiento penal para minimizar las ocasiones en que el sistema pueda equivocarse.
La propuesta más importante en décadas para exonerar a inocentes y procesar a los verdaderos culpables es el proyecto de la Cámara 2075, presentado por legisladores de varios partidos. Dicho proyecto permitiría que personas convictas que siempre han reclamado su inocencia puedan someterse a una prueba de ADN para determinar categóricamente si son realmente inocentes o culpables. ¿Quién en su sano juicio puede estar en contra de que se esclarezca la verdad aunque tardíamente?
Debe recordarse que hace alrededor de una década las pruebas de ADN no necesariamente eran un mecanismo investigativo disponible en todos los casos en los que se ocupaba evidencia biológica (fluidos humanos, cabellos, piel). Otro problema consistía en que la prueba requería de una cantidad significativa de este tipo de evidencia. En la actualidad, se requiere una cantidad mínima y la prueba puede realizarse con relativa facilidad y a un costo relativamente accesible. Lo más importante es que la prueba es categórica. Por eso, sólo las personas que son inocentes la solicitarían.
Probablemente, al momento de la publicación de esta columna ya la Cámara de Representantes habrá cumplido con su deber aprobando el proyecto y sólo queden pendientes la aprobación del Senado y la eventual firma del gobernador. No puede existir razón alguna para que el Senado no lo apruebe y el gobernador no lo firme. Lo contrario sería inconcebible.
Cuántos condenados erróneamente más tendrán que suicidarse, cuántos días más de cárcel tendrán que esperar los inocentes para poder tener acceso a ese mecanismo liberador, cuántos días más tendrán que esperar las víctimas o sus familias para conocer a los verdaderos victimarios. El momento de reparar toda esa injusticia es ahora.