Nuestras letras, nuestros críticos
Este libro le echa una mirada a la literatura puertorriqueña desde la crítica
De la importancia que tiene este libro no puede haber duda. Es la primera mirada abarcadora que se cierne sobre la literatura puertorriqueña como un todo desde que Mercedes López Baralt publicó su magnífica “Antología” hace once años y desde que, en el 1983, Josefina Rivera de Alvarez nos dio una historia literaria: “Literatura puertorriqueña. Su proceso en el tiempo”. Aunque ha habido otras publicaciones de carácter general, ninguna tiene la amplitud de miras de estas, que abarcan el proceso completo de nuestra literatura.
A pesar de los esfuerzos extraordinarios que hacen los editores en la introducción de este libro para apartarse de “una historia totalizadora” al descansar sobre una pluralidad de miradas críticas que cruzan nuestra literatura en el tiempo, los espacios y los géneros, se incumplen ciertas expectativas suscitadas por el planteamiento mismo de un volumen así, sobre todo en términos de escritores, períodos y movimientos. (La periodización –recurso útil para situar cualquier disciplina en el tiempo- parece ser anatema en este contexto. A las indudables omisiones que por fuerza conlleva, en este caso se ha preferido trabajar con otras exclusiones. Una mirada a vuelo de pájaro da cuenta de grandes ausencias: Luis Lloréns Torres, Enrique Laguerre, muchos escritores activos a finales del siglo XX y todos los que han despuntado en el siglo XXI, además de movimientos como el de la literatura obrera.) Sí se ha incluido, en cambio la literatura puertorriqueña en los Estados Unidos, sobre todo en su modalidad poética.
Sea como sea, este es el libro que tenemos. Reúne 27 ensayos de otros tantos especialistas. Algunos se agrupan en secciones con un enfoque general, como la primera, que destaca las particularidades de nuestra literatura a la vez que ilustra su riqueza de temas, prácticas, perspectivas y modalidades. La segunda sección incide sobre textos y autores; la tercera, titulada “Realismos y literaturas de la extrañeza” ofrece una visión de lo anómalo (que podría haberse añadido a una de las secciones precedentes). Las últimas tres secciones estudian las relaciones de la literatura puertorriqueña con otras literaturas y artes; con otras disciplinas o saberes y con otras prácticas culturales.
¿Para quién está escrito este libro de crítica académica y lente abarcador? A la amplitud de la propuesta debía corresponder una lectoría igualmente amplia y heterogénea de estudiosos, estudiantes, amantes de nuestra literatura y quienes quieran conocerla mejor. Pero si bien muchos de los ensayos son claros en su exposición (la claridad no está reñida –no debe estarlo- con el conocimiento), otros oscurecen ¿deliberadamente? la expresión, invocando una especie de fetichismo crítico que sobrecarga sus textos.
RECUPERACIONES. Un beneficio de volver sobre un objeto de estudio académico es descubrir nuevas perspectivas y formulaciones. El ensayo inicial de Rafael Bernabe, “‘¿Por qué ahora la palabra?’: modernidad y nostalgia en la literatura puertorriqueña” rastrea el sentido de “pérdida” que recorre gran parte de nuestra literatura hasta casi finales del siglo XX para encontrar en él una “...crítica del progreso capitalista a partir de algún aspecto del pasado pre-o no–capitalista; y esa crítica del presente, hecha desde un pasado real o imaginario, cercano o lejano, casi siempre idealizado...”. La referencia –implícita o explícita- a una vieja felicidad colectiva se instala no solo en nuestra literatura sino también en nuestra iconografía y en nuestras prácticas sociales, vinculándose –es la revelación de este ensayo- con la nostalgia e idealización de un mundo pre-capitalista más sencillo. La idea de que “el progreso también ha conllevado una pérdida” se expresa de diferentes modos, atribuyéndose en muchos casos –por las circunstancias del país- al cambio de soberanía. Verlo así propicia una reflexión sobre las posibilidades de una sociedad post-capitalista que no renunciaría a los logros de la civilización industrial pero sí a la angustia generada por las desigualdades patentes.
Por las perspectivas inusitadas que ambos tienen sobre nuestra literatura, el ensayo de Bernabe debía haberse yuxtapuesto al de Richard Rosa, “Literatura y economía en Puerto Rico: siglo XIX”, colocado en la sección que vincula nuestra literatura con otras disciplinas. En él, Rosa estudia varias novelas centrales de aquel siglo a la luz de sus alusiones económicas: la falta de capital, la situación del campesino, la centralidad de la agricultura y el peso del clima y la feracidad de la tierra sobre el hombre.
Rosa se refiere a obras fundacionales –los Aguinaldos de 1843, de 1846, el Almanaque, “El Gíbaro”- donde se intenta “acumular un capital literario y representar el conjunto de problemas económicos”. También considera novelas como “¿Pecadora?” de Brau e “Inocencia” de Francisco del Valle Atiles, además de las de Zeno Gandia, “Crónicas de un mundo enfermo.”
La recuperación que lleva a cabo Ivette López Jiménez en “La poesía femenina en Puerto rico: del XIX a los setenta” reafirma el valor y la consciencia social de las primeras poetas puertorriqueñas –María Bibiana y Alejandrina Benítez- poco estudiadas y relegadas a una función iniciática. También recupera la particularidad de Lola Rodríguez de Tió, que -al ocupar el espacio público- se adelantó a su siglo.
Marta Aponte Alsina, en “El horror de los comienzos: ‘La antigua Sirena’, de Alejandro Tapia y Rivera” rescata esa primera novela de Tapia que se refiere explícitamente a un lugar “exótico” (Venecia) y a tiempos lejanos, pero que puede leerse como una referencia a San Juan. La proyección le da pie para introducir a Gertrudis Gómez de Avellaneda en la esfera de las resonancias literarias que llegaron a Tapia. La exposición de Aponte resulta novedosa.
Efraín Barradas recupera a un Luis Rafael Sánchez que lee a Emilio Belaval y que a su vez puede ser leído a través del escritor mayor. Rubén Ríos Ávila examina la coyuntura contradictoria de los 50 en Puerto Rico y su polaridad ideológica”.
La argentina Gabriela Tineo hace un análisis sólido de las crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá y el cambio que representan en una escritura que se inició con vocación heroica.
Valiosa es la recuperación de la novela “En Babia” por Elidio Latorre Lagares, quien señala sus tangencias con Poe, Lewis Carrol y James Joyce. Juan Gelpí rastrea las huellas de Borges en escritores como Ramos Otero, Rodríguez Juliá, Joserramon Melendes y Pedro Cabiya, mientras que Urayoán Noel contrapone la “ciudad letrada” a la nueva ciudad performativa que surge entre los poetas Nuyorican de Nueva York. Juan Otero Garabís por otra parte, se asoma a las representaciones raciales en las canciones de Tite Curet Alonso como respuesta y contraposición a las representaciones del negro en Palés.
Poco –o nada- conocidas son las obras que analiza Miguel Ángel Náter en “Variaciones del existencialismo en el teatro puertorriqueño (1940-1960)”. Entre ellas se encuentran “Hilarión” de Manuel Méndez Ballester; “El hombre y sus sueños”, de René Marqués y “La otra” y “Norka” de Cesáreo Rosa Nievas. Rastrea a través de ellas el existencialismo y luego el teatro del absurdo en nuestro medio dramático.
NUEVOS ÉNFASIS, NUEVOS SABERES. Varios ensayos –entre ellos los de Aurea María Sotomayor y María Teresa Vera Rojas- inciden sobre la presencia urbana en las letras puertorriqueñas. La primera estudia la simbiosis entre ciudad y poema en los casos de Joserramon Melendes (el tránsito desde la ruralía, conservando sus formas artísticas), de Yvonne Ochart (el Viejo San Juan y Nueva York), de Esteban Valdés (Río Piedras) y de Jose Raúl González (Santurce) mientras que Guillermo Rebollo-Gil se sitúa en Guaynabo y Nueva York, ciudad identificada con la poesía de Pedro Pietri y Urayoán Noel.
Vera Rojas examina –en un ensayo informativo- la “otra” comunidad cultural de los puertorriqueños en Nueva York: la de los años veinte y treinta, que se unió en torno a revistas como “Artes y Letras”.
LAS POLÉMICAS. La literatura puertorriqueña no ha estado exenta de ellas. Muchas se han institucionalizado, como demuestra la causa común que hace la mayoría de los ensayistas de este libro contra el “Insularismo” de Antonio S. Pedreira. La inquina contra el estudioso –que no toma en cuenta su contexto social ni su marco ideológico - es una constante. Solo Eduardo Forastieri, en su ensayo sobre “El Gíbaro”, menciona la labor de rescate de nuestra literatura llevada a cabo por Pedreira y otros miembros de la “generación del 30”, destacando –además- una obra fundamental: su enciclopédico e invaluable “El periodismo en Puerto Rico”, útil y revelador hasta el día de hoy.
En “El palpitar de la cultura. Los años noventa del campo cultural puertorriqueño” Elsa Noya recoge los debates de esa década transcurridos entre intelectuales afiliados a revistas posmodernas. Muchos de esos intelectuales colaboran en este libro.
Hay grandes ausencias aquí. Quien busque un panorama abarcador del campo no lo obtendrá. Hay, si, miradas provocadoras sobre figuras, temas y momentos que pueden resultar útiles para los estudioso; menos –creo- para los estudiantes.