IRRESOLUCIÓN
Dependiendo de la temporada del año y de las últimas tendencias culturales, el puertorriqueño promedio es experto en temas que van desde el baloncesto y el boxeo, a la política y los concursos de belleza. Esta semana, todos son especialistas en investigaciones criminales. Aunque parece un acto más de interés pasajero y falsa comprensión, esta vez las discusiones apuntan a algo digno de discutir: el hecho de que no importa lo que pase con el caso de Lorenzo, el mismo será para siempre una llaga en forma de signo de interrogación en la psiquis colectiva del país.
Primero, como siempre, vino la tragedia. Acto seguido llegaron las dudas, la madre con gafas que a nadie le simpatizaba, el misterio de un niño silencioso y demasiada sangre. Luego el asunto se complicó aún más. Había gente en la casa. No había nadie. Las hermanas vieron algo. Las hermanas no vieron nada. Nadie puede esperar que aceptemos que alguien haya pensado que el estado de Lorenzo se debía a una caída.
A esos cuestionamientos y preocupaciones le siguieron la desaparición de evidencia y documentos, una letanía de sospechosos y seis años de malestar. Ahora nos ofrecen una resolución y nos piden que olvidemos todas las preguntas, incertidumbres e incomodidades. Y la gente se niega. Cada padre que se ha peleado con un niño de tres años para darle medicina duda de la facilidad con que despacharon a Lorenzo. A la gente no le cuadra El Manco. Nadie olvida la negligencia crasa impune.
Esta vez, no me burlo. Me gusta ver al pueblo asqueado. Me gusta esa duda igual a la que guardan los americanos con Kennedy. Me disfruto que todo el mundo analice el caso y señale problemas, que hagan preguntas. Me encanta que la gente piense en pesquisas mal llevadas y olor a mentira. Me entristece que Lorenzo haya muerto, pero me fascina que esta irresolución indigne al país porque me hace pensar que aún nos queda corazón.