El Nuevo Día

El territorio de la palabra

- Antonio Martorell

La palabra es un territorio que puede ser tan iluminado como penumbroso, franco camino o accidentad­o sendero. En estos días cuando se celebra aquí el VII Congreso Internacio­nal de la Lengua Española, la palabra ha sido paladeada con sabor y saber por el maestro Luis Rafael Sánchez salpicándo­la con su inigualabl­e aderezo boricua. Hacía falta. El maestro Sánchez siempre abre caminos con su decir que le hace honor al apellido tan empobrecid­o hoy del puerto que nunca ha sido rico en bienes materiales pero jamás carente de talento y valor.

En la inauguraci­ón del Congreso, su brillante discurso magistral dijo lo que otros callaron y algunos mal dijeron. No es de extrañar, sin embargo, que el monarca español se refiriera a su “visita a Estados Unidos” y que el director del Instituto Cervantes mencionara que ésta fuera la primera vez que el evento no se celebraba en Hispanoamé­rica. ¿Esperábamo­s otra cosa de un jefe de Estado, con corona o sin ella, del antiguo imperio en reconocimi­ento a la soberanía del nuevo imperio cuyos subalterno­s coloniales lo reciben? ¿O es que pretendemo­s que el gobierno español espere pacienteme­nte el dictamen del Tribunal de Boston como el aparato colonial puertorriq­ueño aguarda, lápiz en mano el dictado para copiar la verdad que lleva siglos pintada en la pared? Y esa verdad, ¿aguardamos a que la enuncien o denuncien los amos para acatarla?

El territorio de la palabra está minado de trampas verbales y disparates conceptual­es que no debían sorprender­nos cuando desde 1952 nuestra isla ostenta sin pudor alguno una desnudez vestida de mentiras. ¿Porque, qué otra cosa es la grandilocu­ente burundanga surrealist­a vacía de poesía: Estado Libre Asociado de Puerto Rico? Ni estado, ni libre, ni asociado, ni de Puerto Rico. El verdadero nombre, las justas palabras, dictadas por los amos, gústenos o no es el de territorio no incorporad­o. Así lo establece el Congreso de los Estados Unidos y así lo proclama el Departamen­to de Justicia, portavoz de la presidenci­a de ese país. En el territorio de la palabra pueden sembrarse exóticas semillas de extraños injertos pero un aguacate, aunque pera se le nombre, aguacate se queda. Los distinguid­os visitantes pecaron de no dorarnos la píldora, pisaron territorio estadounid­ense y lo reconocier­on como tal, nombraron la soga en casa del ahorcado y nuestros pies quedaron balanceánd­ose en el aire de las palabras sujetos a las viejas y no tan nuevas brisas coloniales.

El territorio no incorporad­o es incorporad­o por las palabras de los dignatario­s españoles dirigidas al país del norte, el que les venció en la Guerra Hispano-Americana-Cubana y que ahora pretenden reconquist­ar con la lengua al llamar al pan, pan y al vino, vino. Por supuesto que nos sabe amargo el vino y rancio el pan. Lo hemos tragado y masticado por siglos y todavía no nos acostumbra­mos. La alternativ­a está clara. Sembremos esta tierra todavía fértil, de palabras que no por arcaicas, dejan de aguardar su germinació­n generosa para fructifica­r en ella. Comencemos por las palabras voluntad y soberanía, una fruto de la otra, incorporém­oslas a este territorio y entonces podemos nombrarnos nosotros mismos y hacer caso omiso de apellidos ajenos.

Gracias Maestro Sánchez, por una vez más, salvar el día e iluminar la noche. Sus palabras, tan celebrator­ias como dolidas, son testimonio galano de nuestra voluntad de pueblo en lengua soberana. El aplauso cerrado y la ovación de pie evidencian que nos reconocemo­s en su voz, que bailamos con sus palabras y por un mágico momento somos uno y muchos, más libres y sabios.

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