FANATISMO
Los terroristas que recientemente desataron su odio en Bélgica padecen de la terrible enfermedad conocida como “fanatismo”. Los síntomas de este mal se manifiestan en personas que defienden sus opiniones o creencias, especialmente religiosas o políticas, con apasionamiento letal y tenacidad desmedida.
Su arrogancia los convence de que su particular visión del mundo es la correcta. Son ellos contra todos los demás. Impulsados por su obstinación y su ignorancia le han declarado la guerra a los que no aceptan la verdad que ellos proclaman como la única versión de la realidad. Así, un martes de marzo, caminan disfrazados de ciudadanos comunes y corrientes enarbolando su ideología en ruta hacia la muerte, la propia y la ajena. En un aeropuerto y en una estación de tren las personas allí congregadas se desplazan hacia sus respectivos destinos. Tres bombas estallan. Fallecen 31. Unos 300 resultan lesionados. Dos de los terroristas mueren también; su labor, matar y herir para sembrar la confusión, el pánico y la inseguridad, ha terminado.
La crueldad se manifiesta nuevamente en Europa, que ahora restaña sus heridas. Mucha sangre se ha derramado a través de los milenios para construir un mundo en el que sea posible vivir en armonía y en paz, un mundo en el que se acepten y hasta se celebren las diferencias. Los fanáticos del siglo 21 rechazan ese mundo y aspiran a desestabilizarlo. Su arma es el terrorismo, que hoy no conoce fronteras. Es fundamental entonces que sigamos fomentando la tolerancia, la aceptación de lo ajeno, de lo distinto, de lo que no concuerda necesariamente con nuestras propias nociones de lo que debería ser. En otras palabras, que rechacemos el fanatismo en nuestras propias comunidades así como en las demás. ¿Una tarea difícil? Sin duda. Pero esa fue precisamente la tarea que emprendieron nuestros antepasados a lo largo de la historia con el fin de desarrollar una sociedad más justa para todos.