Puelto Lico
Eduardo Lalo Isla en su Tinta
Detengo un taxi en Buenos Aires. Luego de que el chófer escucha la conversación que sostengo con mi esposa, nos pregunta de dónde somos. Damos la respuesta y acto seguido le escuchamos casi gritar dentro de la cabina: “¡Puelto Lico!” En su tono no hay nada amigable, ni siquiera una lúdica ironía. Está claro que constituye algo rayano en la agresión y contesto con una contundencia tal —“Lo que ocurre es que nosotros lo decimos pronunciando las erres”— que el taxista se corta, enmudece y nos transporta el resto del trayecto agobiado por la verguenza.
Hace poco, en La Habana, durante la inauguración de un encuentro en una reconocida y prestigiosa institución cultural, en el momento en que toca presentarme, digo mi nombre y el país del que procedo. Desde el público, fuera de orden y sin encomendarse a nadie, una mujer mayor, que no es ignorante ni insensible, que también es oriunda de la región, hace lo mismo que el taxista porteño y obtiene mi inmediata, cortante e idéntica reacción, que por unos segundos hiela el ambiente de la sala y, provoca después, de parte de la alta funcionaria, insistentes y abochornadas excusas.
A raíz del Congreso de las Academias de la Lengua Española, celebrado hace pocas semanas en nuestra ciudad capital, Juan Cruz, periodista canario del diario El País, publica una columna en la que nos nombra más de una vez como “Puelto Lico”. En ella el tono es algo diferente, muestra cierta comprensión, cierto decoro, pero no por ella deja de ser menos ofensiva, al estimar que la curiosa sustitución de erre por ele (que tanto los canarios como algunos andaluces también efectúan a sus maneras) es producto de un guiso que no le repugna, pero que tampoco saborea, una excentricidad pueril de la juanramoniana “isla de la simpatía”.
No nos llamemos a engaño, sin embargo, porque lo que está en juego aquí no es únicamente una particular práctica de nuestra fonética, que conceptualmente no es diferente al ceceo, seseo o voseo de muchas otras sociedades. Por aquí repta otra cosa, algo verdaderamente obsceno.
Los puertorriqueños sustituimos la erre por la ele. Está claro y nadie lo niega, pero no he escuchado a nadie decir “Puelto Lico”. Quizá pronunciamos a veces "Puelto" pero nunca diremos “Lico” y, en todo caso, esa última erre será aspirada. Esta sustitución fonética no es nuestra y se da a todo lo largo y ancho del Caribe hispánico. Cubanos, dominicanos, venezolanos, panameños, colombianos de la costa, la emplean también y puntúan sus sílabas con esta variante de la fonología, con otros énfasis y tonos, pero al menos con la misma frecuencia que nosotros. No obstante, a ninguna de estos pueblos se le atribuye esta particularidad del acento. Esto ha recaído sobre nosotros, con el peso de los atributos de un estigma.
Parecería que existe una patente de corso, la creencia de que cualquiera puede permitirse cualquier afrenta, ante un puertorriqueño. Pienso que en esto ha tenido que ver el hecho de que nunca hemos podido auto-rrepresentarnos debidamente y el discurso de los demás se fragua sin que nos atiendan de manera apropiada. Si algo es difícil en el mundo, es que un puertorriqueño sea escuchado sin filtros deformantes, sin prejuicios, sin conclusiones elaboradas de antemano. Ésta es otra de las taras del coloniaje. Nuestro posicionamiento, efectuado por nuestros interlocutores, en un territorio al que se acercan con indiferencia o desprecio, constituye el fardo que han debido acarrear generaciones de puertorriqueños desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte.
Esta semana se inscribe en esta norma. Innumerables funcionarios del gobierno y personajes de la sociedad civil viajan a Washington, donde se discute el borrador final del proyecto de la Junta de Control Fiscal. A las vistas del Congreso, el gobernador de Puerto Rico ni siquiera fue invitado. En ellas no será escuchado ni un solo puertorriqueño. Otros hablan y deciden por nosotros. En las vistas ya ni siquiera escuchamos la afrenta de la deformación grosera del nombre de nuestro país, porque estiman que no decimos nada que haya de ser tenido en cuenta y se nos toma por afásicos. Esta semana, Puelto Lico se transforma en Porto Rico, como nos llamaban en las primeras décadas del régimen colonial estadounidense. Los nombres encharcados en el lodo hacen un viraje imprevisto de vuelta al pasado o, mejor sería decir, a la abyección repetida del pasado.
Decía que si hay algo difícil en el mundo, si existe algo verdaderamente arduo, al punto de que en su consecución pueden confluir la frustración y el heroísmo, es que un puertorriqueño sea escuchado como corresponde y merece. Es decir, con la voluntad de conocerlo y no a partir del empeño de ubicarlo donde le conviene al interlocutor, achicándolo hasta el olvido o la disolvencia.
No somos puertorriqueños para la próxima Junta de Control Fiscal, oportunamente nos han reducido a problemas de contabilidad y gerencia. Aquí también se aprovecha la misma patente de corso que permite a otros hispanohablantes resumirnos en dos palabras que nunca pronunciamos de esa manera y que justifican y, a la vez ocultan, ninguneándonos, las causas verdaderas de su ignorancia. Causas que son las de siempre: prejuicios, falta de rigor intelectual, chauvinismo.
No vivimos en Puelto Lico; no somos pueltoliqueños. Hemos padecido demasiado tiempo una escucha distraída y malintencionada. Corregir la barbarie de otros equivale a corregir la historia y reubicarnos en ella. Debe hacerse lo mismo ante el Rey de España, que hace unas semanas ni siquiera reconoció el nombre de la tierra que pisaba, que ante un taxista, un periodista, una alta funcionaria o los congresistas estadounidenses que en este momento proceden a entregarnos al mejor postor.
Digamos en nombre de nuestro país tal y como lo pronunciamos, con la consciencia de que no le falta ninguna letra y que todas están bien dichas. Procedamos a enfrentarnos al mundo con la fuerza de todo el alfabeto, para hacer por fin que el interlocutor que dice tonterías calle y nos escuche. Este es el primer paso de otro futuro.
No vivimos en Puelto Lico; no somos pueltoliqueños. Hemos padecido demasiado tiempo una escucha distraída y malintencionada. Corregir la barbarie de otros equivale a corregir la historia y reubicarnos en ella.