Caminos y caminantes
Lo escrito le imprime un ritmo a la lectura. Una novela policíaca se lee al galope; una colección de cuentos a trote corto. La poesía requiere quietud, asiento. Este libro de viajes sigue el ritmo pausado del andar, igual -o parecido- al que adopta quien recorre el camino de Santiago de Compostela, hollado desde la Edad Media por innumerables peregrinos deseosos de venerar las reliquias del Apóstol.
Ese camino ha vuelto a adquirir auge en nuestro día, sobre todo la ruta francesa que pasa por campos y ciudades, pueblos y monumentos. Un puertorriqueño que la hizo narra aquí su experiencia. Fascinan las descripciones de los lugares vistos; también el talante introspectivo, su viaje interior. Al acompañar al autor por ese doble camino, nos convertimos en sus interlocutores: su estilo es sencillo, pausado, coloquial. Nos convertimos, más aún, en sus confidentes, en testigos de sus penas -el dolor que aflora por la muerte de su pareja- y de sus descubrimientos, algunos deslumbrantes, como el de la hermosa catedral de León: “...siento el azul, el azul de los sueños, cuando entro a esta catedral...”. Compartimos, también, sus reflexiones sobre el entorno inmediato: la inmensidad de la meseta castellana, que contrasta con el paisaje feraz y recortado de nuestra Isla. De este escribió Margot Arce de Vázquez, desplegando una intuición paralela, en su ensayo “El paisaje de Puerto Rico”. En nuestra isla, decía, “Todo tiene... dimensión breve, gracia infantil... La proximidad de la tierra ataja el paso y la vista... Esta inestabilidad del paisaje, esta sucesión de planos... nos ha hecho sensuales e inquietos...”. Otras reflexiones se refieren a las maneras de ver la arquitectura, el arte, el paisaje. Lo que se ve, dice el autor, depende de lo que se sabe: el conocimiento previo enriquece la vista.
Se trasluce aquí una emoción asociada a la tradición milenaria del camino de Santiago. Ser parte de esa inmensa caravana de peregrinos que han hollado las rutas buscando la fe, la salud, el perdón, la iluminación o sencillamente -como el autor- por el reto del sendero mismo, lo hace sentirse más humano, identificado con las penas y alegrías de muchos, abierto al misterio de la historia: “... lo propio del camino es abrirse a lo desconocido, recibir lo inesperado, acogerlo mientras dure, y soltarlo cuando se vaya, cuando se quede atrás o se adelante...”. Los otros viajes descritos en el libro -a Alaska, a las Galápagosno suscitan la misma emoción, aunque tienen su encanto. A diferencia del primero, no se sigue en ellos un camino.
Al retomar el género del relato de viajes, poco cultivado entre nosotros, Rubén Nazario Velasco lo enriquece. También en eso ha seguido un camino: el marcado por escritores como Bruce Chatwin, Graham Greene y André Gide, entre otros. (CDH).