REENCUENTRO CON LA FE
Testimonio sobre el poder de la oración
Tras haber visto al Sagrado Corazón en mis meditaciones, atravesé aquel umbral con las pupilas dilatadas. La respiración rápida, nerviosa. Bajo la blusa, sudor frío. Así se debe sentir una vaca de camino al matadero, pensé. ¿Para qué me expongo a esto? La atea que una vez fui agonizaba. Un coro de feministas se desgañitaba en mi cabeza: ¡Huye y sálvate! Yo no entendía nada.
Estaba en la fila de un confesionario católico. ¿Qué rayos voy a confesar si yo no hice nada?, discutía con mi intuición. Me sentía impotente ante Ella, que me empujaba a dar este paso que parecía una reconciliación. ¿Con una iglesia que no acepta el matrimonio gay ni la realidad de las personas LGBTT? Pero a cinco años de mi jornada, había comprobado que Ella siempre tenía razón. Mientras exploraba tradiciones espirituales por el mundo, había un puente roto con mi primera religión. Tenía sentimientos encontrados, y a la misma vez mucho deseo de saber si algo había cambiado en 20 años. Por más contradictorio que pareciera, me tocaba estar allí.
“No me acuerdo de cómo empezar. Y no me lo sé en inglés”, le dije al sacerdote. “¿Qué te trae aquí hoy?”, me preguntó. “Crecí como católica. Hace muchos años, me desafilié. Amé a una mujer. No hice nada malo porque yo amé de verdad”. Me quedé esperando el aguacero, y sin embargo: “Acéptate a ti misma, exactamente como eres. La Iglesia es muy amplia y abarcadora, y en ella cabe mucha gente”. El tiempo se detuvo en aquel espacio californiano de claroscuros. No estaba lista para aquella respuesta. “¿Cuántos años tienes?”, me preguntó. “Treinta y ocho”. “Estás en una etapa de regresar”, me dijo. Aquel cura creó un espacio de aceptación que jamás había sentido en esa religión. Me atreví a contarle mi mayor “pecado”: abandonarme en personas que no apreciaban mi sentido de entrega, lo que me había lacerado muchas veces. Su tono y sus palabras fueron de comprensión, empatía y compasión. Las lágrimas fluyeron inevitables. “Acéptate a ti misma”, repitió. “Deja ir el pasado. Eres una persona nueva. Bienvenida”. Me senté en un banco esperando la misa, sintiéndome extrañamente abrazada por una contradicción aparente.
Llevaba muchos años tratando de entender la comunión. ¿Cómo es que uno se come la carne y la sangre de alguien? En la metafísica de Nuevo Pensamiento que aprendí, la comunión representa la manera en la que Jesús transmitió sus enseñanzas, alimento para el espíritu, para que pudiéramos hacerlas parte de nosotros. Pero durante aquella misa (en la que me resistí a pronunciar “por mi culpa”), presté atención contemplativa y desperté. En la “común-unión”, todo el mundo era igual y todo el mundo pertenecía. “Alguien” se entregaba a los demás, y lo hacía a través de los alimentos. La tradición budista de Thich Nhat Hanh me enseñó a contemplar lo sagrado de cada grano que se entregaba para que yo tuviera vida. ¡Eso era! ¡Un ciclo de vida! Todo en la naturaleza se entrega a algo más y cada elemento es valioso, necesario y está interconectado. Los seres humanos nos entregamos a través del servicio de nuestros talentos innatos y, cuando no podemos brindarlos, sufrimos y privamos a otros de lo que vinimos a dar: vida. El talento más importante de Jesús fue el amor incondicional, al punto de morir incluso por amor a sus asesinos. Igual que Kuan Yin, llevó su misión de vida hasta las últimas consecuencias.
Por un instante eterno, me sentí plenamente sana. Las adicciones fueron el resultado del rechazo y el destierro. Aquel confesor entendía el poder de la integración, lo que Thich Nhat Hanh llama “interser”.
Me estremecí al comprender que pisé aquel santuario para rescatar a Jesús: Mi Jesús. A cortar con el filo de mi verdad personal los velos que lo habían ocultado: los concilios amañados, los dogmas rígidos, el celibato para algunos hipócrita, las evangelizaciones genocidas; la venta de indulgencias (pague ahora y peque después) la corrupción que detonó en una reforma, una contrarreforma, y una división que aún genera muertes; el poder sobre el Estado, el escándalo de la pederastia... Vi que debajo del dolor histórico y actual aún late un corazón que promulga una sola enseñanza: amor y compasión. Fui a rescatar a mi Jesús: meditador, femenino, inter-espiritual, revolucionario, ambientalista y pelú. Libre. En Facebook, 90 días: una jornada para sanar 90 DÍAS es una columna que se publica en domingos alternos. Busca la próxima el 24 de abril.