TECNO- UTOPÍA
Cuando uno va tarde a su cita con el futuro puede darse el lujo de estudiar las metidas de pata de los que madrugaron, internalizar la razón del fallo, o rebobinar su curso de acción para llegar apertrechado e incluso preparado para evadir sus peores ángulos.
Aquí, sin embargo, puede más el impulso de estrenar cualquier cosa que venga de afuera, aunque sea una tormenta de conocida capacidad destructiva, antes que avaluar sosegadamente la pertinencia del follón.
Y de follones que irrumpen con fuerza en la atmósfera de futurólogos y buscones, suena la cacareada necesidad de atraer industrias relacionadas a la computación y a cualquier persona que use las palabras “código” y “algoritmo” en cada oración.
La receta se plantea para centros urbanos abatidos por otro gran follón del pasado: el de mudarse a Mansiones del Tugurio, y dejar el apartamento de ciudad a merced de la sucesión ausente, o a los administradores de hospitalillos, diestros rehabilitadores de cuanto remanente de follón fallido encuentren.
La llegada de nuevas poblaciones de jóvenes vinculados a paraísos de silicón, con los clichés insoportables de start-ups e incubadoras, y la certeza de que todos inventarán el nuevo paradigma tecnológico que nos cambiará vida, economía y vecindario, pulula hoy en boca de políticos, quienes relanzan el apestoso pronóstico con más entusiasmo que el pujador original.
El testimonio de los que viven en el futuro es que esta muchedumbre tecno-utópica erosiona la vida en ciudad con más fuerza y rapacidad que los yuppies de los ochenta — otra plaga follonuda —, y que ya es materia de escándalo la manera como no sólo cambian el perfil de los barrios, sino el balance ideológico, así también los niveles de inclusión y respeto vecinal.
Traen, eso sí, una renovada marca de macharranería e indolencia porque, verdad, tienen que entender que cuando la vida se te ha explicado en numeritos, pierden urgencia las palabras, particularmente las que retratarían tu humanidad.