El Nuevo Día

La Capilla de Párvulos o la séptima estación

- Escritor Magali García Ramis

La capilla de la Escuela de Párvulos del Viejo San Juan siempre fue especial. En vez de reliquias bajo el altar tenía, en la pared a su izquierda, un nicho con la cabecita de un niño mártir que por generacion­es debió provocar pesadillas en los más impresiona­bles alumnos.

Desde siempre era parada obligada de las Siete Estaciones, tradición del crepúsculo del jueves santo y la mañana del viernes que celebra la promesa de Jesús en la última cena de que tomar la eucaristía sería, realmente, estar en comunión con él.

Dos mil años más tarde, millones de personas en todo el mundo todavía así lo creen y en San Juan de Puerto Rico, hasta hace poco más de cuatro años, visitaban los fieles los siete templos vivos de la ciudad amurallada: la Capilla de San Francisco, la iglesia de Santa Ana, la Capilla del Cristo, la Capilla de las Siervas de Jesús, la Catedral, la iglesia de San José y Párvulos. Parándose a orar ante el sagrario, leían, en cada una de las estaciones, a un segmento del sencillo opúsculo “Visitas a los Sacramento­s” para recordar y fijar en su recuerdo algunos de los más preciados cánones de la pasión y muerte de Cristo.

Pero la escuelita de Párvulos fracasó y luego de más de 150 años cerró. Las autoridade­s eclesiásti­cas la vendieron al mejor postor y poco más de un año atrás entró una cuadrilla de obreros que tumbó paredes, desalojó recuerdos, desmanteló el altar y entregó la cabecita, lo que obligó al arzobispad­o a buscar como séptima parada otro lugar sanjuanero, que resultó en el feliz renacimien­to de la capilla neoclásica del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.

Pero la gente no lo sabe o no lo toma en cuenta. Porque la atávica memoria de los creyentes conduce a lugares que les son sagrados y ahí vuelven. Los caminantes llegan el viernes en la mañana ante la desolada estructura de Párvulos y miran a través de rejas a la oquedad que termina en una puerta de madera con su sol trunco. No hay altar pero rezan, no hay mártir pero lo imaginan, no hay sagrario pero lo recuerdan. Su fe sigue viva porque escogen creer.

Los vencedores imponen nuevas religiones sobre los vencidos. Así debió de haberles sucedido a los antiguos egipcios que alguna vez llegaron a un templo de Osiris para ver en el suelo su imagen y en su lugar, un Júpiter romano, y aun así rezaron. Y rezaron los romanos llegados a su templo de Saturno Encadenado aunque hallaran la cristiana iglesia de San Pedro Encadenado, y los aztecas ante su Templo Mayor convertido en una catedral. Así los puertorriq­ueños llegan ante su capilla de Párvulos para encontrarl­a desarticul­ada y no les importa. El lugar, en su recuerdo vivo, sigue siendo la última de las siete estaciones. En el umbral donde una vez hubo rastro de lo sagrado, alguien ha dejado una flor púrpura, el color de la Cuaresma.

Los humanos somos los mismos hace tantos años.

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