El status está en issue
Si a alguien, a esta altura del juego, le quedaba duda de que Puerto Rico sigue siendo una colonia de los Estados Unidos, esas dudas deben haber quedado disipadas por completo en los últimos meses de agonía.
Si aún en Puerto Rico hay quienes desconocen lo que significa estar bajo la bota de la cláusula territorial de la Constitución federal, ya pronto se irán enterando de qué se trata cuando de repente una caterva de norteamericanos, completamente desconocidos para nosotros, decida quién se queda sin trabajo o quién cobra o no su pensión de retiro.
Nuestra condición colonial surge claramente, no sólo de los planteamientos vertidos por la administración Obama en su comparecencia ante el Tribunal Supremo federal en el caso Sánchez Valle, sino además de la cruel indiferencia con la cual tanto el Congreso como la Casa Blanca se pasan la papa caliente de qué hacer con Puerto Rico. Ni Washington sabe qué hacer con nosotros, ni nosotros sabemos qué hacer con nosotros mismos.
Sin embargo, ni el lloriqueo ni el pataleo nos van a llevar a ningún lado. Distinto a lo que piensan algunos, el problema no es la junta. El problema es la colonia.
A diario escucho encarnizados ataques contra el proyecto de la junta federal (H.R. 4900), pero lo que no alcanzo a escuchar es la articulación del próximo paso.
Ante esta coyuntura, causa profunda indignación escuchar voces respetables arrastrando, contra toda lógica, la mantra de 1940 de que el status no está en issue. Dicen que hay que bregar con los desnutridos poderes que tiene el ELA para sacar esto adelante y evitar así la imposición de la junta federal.
¿Si el status no está en issue ahora cuándo es que finalmente lo estará?
Lo que parece que algunos no alcanzan entender, o no quieren admitir, es que mientras Puerto Rico siga siendo un territorio no incorporado de los Estados Unidos sujeto a los poderes plenarios del Congreso no habrá forma de zafarse de la junta federal y de un proceso de restructuración de deuda regenteado por el Congreso.
Y mientras en Washington continúen teniendo poder absoluto para hacer con Puerto Rico lo que se les antoje, sin el consentimiento de los puertorriqueños, lo harán.
Suplicarle de rodillas al Congreso que no ejerza su poder avasallador sobre Puerto Rico, sobre la base de argumentos morales y éticos, no es ni puede ser una estrategia para nosotros.
Ni la moralidad ni la ética forman parte del cálculo geopolítico de los imperios.
Y eso Washington, Bolívar, Martí, Luperón, Ghandi, Kenyatta, Mandela y tantos otros, lo aprendieron a sangre y a fuego.
Aquí no va a haber una salida satisfactoria para Puerto Rico si no llegamos a un consenso estratégico entre todas nuestras fuerzas políticas, que hoy se andan cancelando las unas a las otras en Washington y Nueva York, sobre cómo descolonizar a Puerto Rico dentro de un marco de disciplina fiscal y repunte económico.
Desde tiempos inmemoriales, nuestras fuerzas políticas, en evidente resabio colonial, se han dedicado a torpedearse entre ellas, esperando a que el poder imperial, primero en Madrid y ahora en Washington, viniera a poner orden y a establecer las reglas del juego. En muy pocas ocasiones hemos hablado con una sola voz. Ni siquiera a la hora de la invasión de 1898 hubo consenso entre fusionistas y ortodoxos. Ni tampoco más adelante entre unionistas y republicanos de cara a la imposición de la ciudadanía bajo la casi centenaria Ley Jones. Ni tampoco lo hubo al momento de luchar por la 936 ni mucho menos cuando tocaba defender los derechos fundamentales de nuestros nacionalistas en la década de 1950.
Tanto la aprobación de la Constitución de 1952 con el voto afirmativo de García Méndez, Ferré y la delegación socialista, la jornada de Vieques, y la búsqueda inconclusa de nuestra autodeterminación en el proceso de 1989, constituyen ilustraciones importantes de tales entendidos, sin los cuales seguiremos afanosamente arando en el mar de nuestra propia autodestrucción.