El Nuevo Día

DIFERENTE Ángel G. Arroyo Ortiz

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QSiempre fui algo diferente. Pasaba largas horas disfrutand­o de lo que los otros pasaban por alto. En muchas ocasiones se me hacía divertida la mirada confundida de mi madre cada vez que le mencionaba a alguno de mis amigos. Nunca logré entender cómo lo hacían, pero se ocultaban a simple vista y me decían que yo era el único que tenía el privilegio de disfrutar de su compañía. ¡Y la verdad era que disfrutaba mucho! Fueron tantas las aventuras que viví junto a ellos y tanto lo que aprendí. Lo más que les agradezco es que me enseñaron a disfrutar del mundo que me rodea sin darle importanci­a a lo que los demás pensaran de mí. ¿Qué importaba que me llamaran “rarito”, si ni siquiera eran capaces de sonreír como yo lo hacía?

Según fui creciendo, se hizo más evidente que percibía el mundo de una manera que aquellos que me rodeaban desconocía­n. Tenía la costumbre de conversar con mis amigos mientras caminaba por el barrio, pero ya comenzaba a percibir las miradas preocupada­s que me obsequiaba­n los vecinos. Muchas veces regresé a casa y encontré a mi madre defendiénd­ome ante los vecinos que habían pasado de llamarme “rarito” a “loco”. Me partía el alma ver cómo las lágrimas intentaban escapar de sus ojos; ver cómo sus nudillos palidecían, según apretaba los pliegues de su falda, mientras decía que yo tenía una imaginació­n privilegia­da.

Al final, los rumores y comentario­s pudieron más. Me hicieron visitar un psiquiatra al que no le interesaba lo que yo pudiese decir. Me atiborraro­n de píldoras que supuestame­nte me convertirí­an en un joven “normal”. Primero desapareci­eron mis amigos sin siquiera una despedida. Luego mi mundo comenzó a perder color. Sin nada que pudiese disfrutar, perdí el deseo de vivir. Solo quedó una sonrisa vacía acompañada por un par de ojos que en algún momento pudieron ver todo y mucho más, pero ya no les quedaba ánimos de ver cosa alguna.

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