Preocupante el empobrecimiento de un país
El 84%, o 702,000, de los niños menores de 18 años en Puerto Rico vive, ahora mismo, esta mañana o esta tarde, según usted acostumbre a leer, en zonas de alta pobreza, una cifra significativamente más alta que la de 14% en los Estados Unidos continentales. A ese aterrador dato, provisto por el Kids Count el mes pasado, se agregan dos más: el 54% de los padres de esos niños no tiene un empleo seguro y el 59% vive en familias monoparentales. Aterra aún más conocer que –contrario a los grandilocuentes mensajes de estado de los gobernadores pintando anualmente un Puerto Rico País de las Maravillas– los niveles de pobreza y desigualdad han crecido sin freno desde 2006 con el inicio de la recesión criolla, uno de cuyos detonantes fue el innecesario cierre del gobierno por parte de un gobernador que prefirió jugar a la pajita en el hombro ajeno en su empeño de demostrar que tenía más bemoles que sus adversarios de la Legislatura.
Cerca del 52% de los pacientes atendidos en centros de salud mental son mujeres y el 30% corresponde a menores de 18 años de edad, mientras solo un 10% del presupuesto guber- namental de salud se utiliza en servicios mentales, y de esa cantidad solo el 15% está dirigido a los hospitales siquiátricos del estado.
El 51% de la población puertorriqueña mayor de 65 años de edad tiene algún grado de discapacidad; 40% tiene ingresos que los colocan en el nivel de pobreza extrema y apenas 10.35% tiene seguro de salud privado, mientras 71.55% cuenta con Medicare.
Unas 60,000 familias, o 1.3 millones de puertorriqueños, reciben ayudas gubernamentales, mayormente del gobierno federal, ayudas que constituyen sus únicas fuentes de ingreso.
La proporción de trabajadores pobres aumentó de 21% en 2008 a 22% en 2014, mientras la cantidad de personas empleadas a tiempo parcial que son pobres aumentó de 42% a 45% en ese mismo período.
Con una tasa de pobreza de 47%, la desigualdad en Puerto Rico creció entre 2006 y 2014, situación que le valió a la isla la calificación como el segundo país más desigual de Latinoamérica y el quinto en todo el mundo. Según el Instituto Caribeño de Derechos Humanos y la Clínica de Derechos Humanos de la Universidad Interamericana de Puerto Rico, esa desigualdad “no aumentó porque los ricos se hicieron más ricos, sino porque los pobres empobrecieron más”.
El Negociado del Censo ha indicado que una persona que vive sola es pobre si su ingreso mensual es de $1,006 o menos, cantidad que se ajusta si hay más personas en la residencia. No sería tan exagerado decir aquello de que pueden contarse con los dedos de las manos las personas que alcanzan los $1,006 mensuales.
Los anteriores datos (que no agotan la lista de los infortunios puertorriqueños) no constituyen meramente una fría estadística del estado de pobreza, marginación, desigualdad, tensión emocional, discrimen, menosprecio y negación del sagrado derecho humano que es el respeto a la dignidad humana; es un problema de todos los días, sin que asome una voluntad colectiva que muestre un legítimo afán por compadecerse del estado de aniquilación del espíritu y del cuerpo en que viven cientos de miles de sus semejantes.
Para ellos, es evidente, no se hallan recursos para al menos impedir que siga en aumento esa espiral de miseria humana. El dinero es para otras cosas: como para extender por sexta ocasión, por $6.7 millones, el contrato a la empresa encargada de “revitalizar”, de “reestructurar”, una corporación pública que está ahora más colapsada que cuando se concedieron los anteriores $36.9 millones. Ah, y para beneficiar inmoral e ilegalmente a dos alcaldes (uno penepé y otro pepedé, para que no digan) sus beneficios económicos de retiro.
¿No habrá sobrado una lágrima, una sola, no de emoción pasajera sino de vergüenza ajena ante esa realidad, ante esta tragedia nuestra de todos los días? ¿No habrá alguien por ahí que entienda que cuando son débiles o están en bancarrota moral es cuando los estados se dedican a, o alientan, hacer teatro?