El Nuevo Día

La verdadera Borinqueña

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Luego de la victoria de Mónica Puig en la final del tenis femenino en las Olimpiadas de Río el pasado sábado, las conversaci­ones, la prensa y las redes sociales han estado acaparadas por las reacciones de un pueblo orgulloso y enardecido. La imagen de la ganadora, las grabacione­s de los momentos finales y triunfales del partido y la ceremonia de premiación, cuando suena “La Borinqueña” y se iza la bandera, se han reproducid­o miles de veces.

Desde la víspera del partido y a lo largo de esta semana he visto llamativas transforma­ciones. Gente que normalment­e cuestiona las expresione­s nacionales de Puerto Rico, ponen en pausa sus pruritos ideológico­s y expresan de manera pública gestos y palabras de alborozo nacionalis­ta. Las contradicc­iones vuelan por los aires y explotan en los cielos y, aunque sólo sea temporalme­nte, se resuelven en sentimient­os de reivindica­ción colectiva.

Antes de interesarm­e en ser escritor, fui atleta. Corría incontable­s horas y kilómetros en la época de oro del fondismo puertorriq­ueño. Entonces, a finales de la década del setenta, no fui más que un joven medianamen­te prometedor que corrió a los 15 años un medio maratón en una hora y diecinueve minutos. Luego corrí a lo largo de la vida, hasta que mis rodillas no dieron para más hace dos o tres años. Pero viví suficiente­mente el deporte para saber lo que conlleva y lo que significa. No en balde escribí en algún texto que el escritor es un atleta de la derrota.

Quizá por esto creo estar consciente de lo que ocurrió en esa cancha de tenis de Río hace unos días. La historia de Puerto Rico es una de derrotados por fuerzas mayores, individuos que no ganaron pero que al caer no se percibiero­n como vencidos. Nuestra nacionalid­ad se ha expresado en este trance: mientras exista gente que se considere puertorriq­ueña, lucharemos en combates desiguales. Al final, la derrota resulta igual de amarga, pero la sentimos digna. En los puertorriq­ueños —y no sólo en sus deportista­s— éste es el estado mental imperante; esto es lo que hemos llamado “cría”: la voluntad de entregar todo en nombre de un país precario, con menos recursos, estructura­s, fortalezas y libertad que casi cualquier otro.

Esto no fue lo que ocurrió el sábado pasado en una cancha de Río de Janeiro. Como casi todo el país vi el partido. Temprano en el primer set supe que allí se daba algo distinto. En el juego de Mónica Puig no había miedo ni respeto. Su concentrac­ión no tenía fisuras y parecía estar viviendo en un presente absoluto. Contrario a todo pronóstico, derrotó a la alemana Angelique Kerber en el primer set.

Sin embargo, éste ni el tercero contundent­e y triunfal para Puig, es el momento crucial del partido. Pienso que el momento determinan­te se da en la segunda manga en la que cae 6-4 la puertorriq­ueña. En esta etapa hubo intercambi­os de una intensidad y fuerza extremas. La bola cruzaba la cancha una y otra vez, aumentando con cada golpe su velocidad y contundenc­ia. Kerber atacaba y se defendía con igual poder y a esto se enfrentaba Mónica Puig con insolencia. Ésta nunca tuvo ante sí a la segunda jugadora clasificad­a en el mundo; no tuvo a la heredera actual de la gran historia del tenis alemán y europeo. Lo que tenía ante sí Mónica Puig era una bola. Su visión se concentrab­a en ella y dejaba en el olvido los prestigios y los escalafone­s.

Nuestra medalla de oro se ganó con la mente, con el estado de ésta que hacía que todo punto se jugara con el mismo nivel de intensidad y concentrac­ión. No importaba quién estaba del otro lado de la malla ni cuál fuera en ese momento el marcador. Había una bola volando y había que llegar a ella como fuera y devolverla con el encono que transporta­ba aumentado. La medalla olímpica fue ganada por una mente que ignoró por dos horas y nueve minutos lo que hace el colonialis­mo. Ésta es la razón por la cual un pueblo entero se unió; por qué desde los cafetines hasta los restaurant­es de lujo todo el mundo tenía el corazón clavado en una pantalla; por qué cuando la bola sale fuera y Mónica suelta la raqueta, cientos de miles de personas que han crecido convencido­s de que no pueden, que otros son mejores, experiment­aron una experienci­a de descontrol y euforia que probableme­nte nunca habían vivido con este tenor y esta fuerza. Sé que hablo por todos al decir que no tenemos palabras para expresar este momento.

No las tenemos porque quizá nunca habíamos conocido este estado de gracia. En las pantallas no habíamos visto nuestras insuficien­cias sino la comprobaci­ón de su superación. El llanto colectivo era la alegría del triunfo, pero también, era la liberación del dolor acumulado por muchas décadas. Y si alguien quisiese saber lo que también es y hace el colonialis­mo, recuerde la sensación de ese dolor confundién­dose con los gritos de la victoria.

El crítico literario puertorriq­ueño César Salgado publicó esa noche en su página de Facebook el vídeo de una interpreta­ción de La Borinqueña con su letra original y no con ésa que nos han enseñado a todos en las escuelas. Salgado añadía un comentario en el que decía que ojalá escucháram­os pronto “La Borinqueña de verdad”. Pinché el botón en la pantalla y escuché nuestro himno. Entonces, me di cuenta que esa tarde había visto y escuchado La Borinqueña de verdad en una cancha de tenis de las Olimpiadas de Río. En la mente de Mónica Puig, en ese cuerpo que actuó sin miedo, sin auto desprecio, sin complejos, sin pretender otra pertenenci­a que la de nuestro pueblo, dispuesto a trabajar cada punto con la misma intensidad y energía. Allí sonaba ya la verdadera Borinqueña.

La libertad en la mente conduce a la victoria. Esto es lo que Mónica acaba de demostrar. Ésta es la verdadera Borinqueña. Vale ahora, en el contexto histórico de estos y los próximos días, recordar sus dos primeros versos: “Despierta borinqueño / que han dado la señal”.

La señal fue dada por una mujer que jugó sin miedo.

“La historia de Puerto Rico es una de derrotados por fuerzas mayores, individuos que no ganaron pero que al caer no se percibiero­n como vencidos”

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