Gran modelo el acuerdo de paz de Colombia
El acuerdo de paz alcanzado entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) es un triunfo de la buena voluntad y de la reivindicación de 50 años de desencuentros entre paz y barbarie, que merece ser em
Desde nuestra perspectiva, el proceso colombiano de alrededor de seis años de discusión entre las partes, dos de ellos en absoluto secreto y cuatro en negociaciones abiertas en La Habana, Cuba, debe servir de ejemplo de cómo la buena voluntad y el entendimiento de que el más alto interés en todo diferendo es el que más beneficie al colectivo, al pueblo, pueden llevar a un clima que, sin prescindir nadie de sus particulares ideas y visiones, sirva al adelanto de la estabilidad política, vital en el empeño de fortalecer nuestra democracia.
Aunque las circunstancias son distintas, Puerto Rico puede servirse de esta enseñanza, propiciando los diálogos entre los sectores gubernamental y privado, en la búsqueda de soluciones a los problemas sociales y económicos que atravesamos.
El Acuerdo de Paz de Colombia, que se someterá al pueblo colombiano mediante un plebiscito el próximo día 2 de octubre es un monumental triunfo para esa nación de más de 48 millones de habitantes que por medio siglo han padecido el fuerte peso de la violencia y la muerte. El saldo de la guerra de 52 años que ahora concluye no puede ser más agobiante: unos 8 millones de víctimas, 220,000 muertos, 45,000 desaparecidos y otros miles de desplazados. Ese pavoroso balance hace más prodigioso el logro de la ansiada paz colombiana.
Es un triunfo también para toda la región, incluyendo a Cuba, el país sede de los esfuerzos de paz, de Estados Unidos y de España. Sus líderes y representantes en la mesa de diálogo asumieron un papel puntual en la construcción de un camino de paz, que incluye la cancelación de las armas como lenguaje de barbarie, desde luego, pero además la seguridad del respeto de los derechos humanos de todos los protagonistas del drama que esperamos pronto será cosa del pasado.
Cuando el presidente colombiano Manuel Santos –quien ha sido constante en la estrategia hacia la paz, incluso desde sus días en la dirección del Ministerio de la Defensa de su país– proclamó ante la comunidad internacional de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que “la guerra de Colombia ha terminado”, ofrecía una de las pocas noticias agradables en un mundo inflamado por la violencia, el desarraigo de cientos de miles de familias en sus propios lugares de origen, de desaparecidos y de muertos. Han sido todos ellos víctimas de las tinieblas del prejuicio de toda índole, de una intolerancia que ha nublado el entendimiento y desechado las armas de la comunicación pacífica y civilizada para dirimir conflictos humanos.
La proclama del presidente Santos envía un prodigioso mensaje de esperanza al actual mundo en convulsión, cuyos líderes deberían sentirse obligados a repasar los antecedentes del conflicto colombiano, examinar todos los pasos en la búsqueda de la paz, incluyendo los escepticismos iniciales y los subsiguientes altibajos del proceso, que nunca pudieron vencer el optimismo de los representantes de la guerrilla y del gobierno, como tampoco el de los líderes políticos garantes del proceso y del acuerdo.
Al final de ese examen, seguramente habrá de tomarse de nota de que hay caminos, de que hay maneras para poner fin, allí donde los haya, al sufrimiento, la tragedia y la desesperanza.