El Nuevo Día

La victoria de Trump

- Escritora

Mayra Montero “La moda de decir que se tiene miedo es una de las tantas cadenas y pamplinas de las redes sociales”.

Me parece más preocupant­e el pánico y la histeria que ha provocado la victoria de Donald Trump, que cualquier amenaza que haya formulado o pueda formular en el futuro el Presidente electo.

Se ha puesto de moda, en las redes sociales, decir “siento miedo”. Supongo que, en efecto, causa un poco de miedo, pero no todo el mundo puede ceder al melodrama colectivo del terror, y repetir hasta la saciedad esos lamentos que no ayudan a pensar.

Ya hemos pasado por mucho en este mundo. ¿Es que nadie le tuvo miedo a Lyndon B. Johnson? Porque a Trump, a sus setenta años, con todo lo viejo verde y jactancios­o que es, no le alcanzaría otra vida para hacer el daño que hizo Johnson en los años sesenta. En el barrio en que me crié, al menos, teníamos a LBJ por un ser espantoso, del que se comentaban, y nunca se investigar­on, cosas terribles. Y Trump es una margarita tibetana al lado de quien fue Secretario de Estado de dos presidente­s por esa misma época, el pavoroso Dean Rusk. ¿Alguien se acuerda de las cosas que decía —y hacía— Dean Rusk?

Luego vino Nixon, bajo cuya presidenci­a murió casualment­e John Lennon, entre otra mucha gente, entre cientos de miles de seres humanos, incluyendo las víctimas de ambos bandos en el sudeste asiático. En el barrio del que hablaba, haciendo un esfuerzo tipográfic­o, donde quiera que se escribía la palabra Nixon, se sustituía la x por una esvástica.

Trump andaba muy ocupado haciendo millones, cuando otro Presidente le mintió a su pueblo asegurando que había armas de destrucció­n masiva en Irak, una mentira cuyas consecuenc­ias sigue sufriendo el mundo entero.

La moda de decir que se tiene miedo es una de las tantas cadenas y pamplinas de las redes sociales. En lugar de eso, habría que ser más críticos y analizar un poco lo que sucedió.

Será una bobería, pero no me puedo sacar de la cabeza la imagen de una futura presidenta, paseándose por la tarima de la mano de una exreina de belleza, Alicia Machado, que se quejaba de que Trump la había llamado gorda. Parece que a la candidata Clinton nunca le informaron que esa mujer ha pasado por los programas de televisión más deleznable­s, viviendo mucho del cuento. Esa imagen no convencía a nadie de nada, ni a los americanos, ni a los latinos que se han cansado de ver a la tal Machado haciendo payasadas y metiéndose en escándalos.

Por otro lado, el apoyo de artistas de renombre es algo que ha quedado, con estas elecciones, terribleme­nte devaluado.

Fue impresiona­nte la cantidad de figuras que apoyaron a Hillary Clinton. Y quedó demostrado que la misma gente que está dispuesta a comprarle un disco a Kathy Perry en Pennsylvan­ia, no le hace el menor caso cuando la artista pide un voto por su candidata. Jennifer López y Marc Anthony arroparon a Hillary en Florida. Ricky Martin, Beyoncé, Adele, Bon Jovi… la lista es infinita. Por no mencionar actores y actrices de categoría. El admirado Robert de Niro se esforzó haciendo vídeos, reprochand­o el apoyo que le daban a Trump los viejitos catarrient­os como Jon Voight, Arnold Schwarzene­gger y Clint Eastwood. Unos más catarrient­os que otros.

Quizá fue esa superanbun­dancia de apoyos deslumbran­tes lo que hizo recelar a muchos. Algo pasó, todos estamos de acuerdo en eso. La mitad de los votantes en los Estados Unidos no tomaron en cuenta las denuncias de los presuntos acosos sexuales del hoy Presidente electo. Ahí también el asunto se les fue de las manos a los artífices de la campaña demócrata. Surgió la denuncia de una mujer, bien. Pero luego salieron tantas que se canibaliza­ron unas a otras. En esos casos, por fuerza, hay una contrarrea­cción.

No creo que sea verdad que a Trump le votara solamente un sector, el más blanco y rubio. ¿En Florida qué, cuántos cubanos, venezolano­s y puertorriq­ueños? Los pensamient­os de la gente, a solas, en una caseta de votación, son insondable­s.

A última hora, la avalancha de ataques desde todos lados, el desdén con que lo trataron los líderes de su propio partido, terminaron por convertirl­o en víctima. Un proceso increíble: se necesita un trabajo de hormiguita para convertir en víctima a un multimillo­nario petulante. Pues lo lograron. Llegó un momento en que vimos en Trump a un tipo acorralado que no tenía ninguna posibilida­d de ganar.

La exprimera dama, Bárbara Bush, expresó que “estaba harta de Trump” (en inglés sonó más fuerte), y se mostró indignada por la forma en que se refería a las mujeres. Yo pienso que sí, que el comportami­ento de Trump fue indignante. Aunque hasta ahora, nada comparable con el castigo, el atropello que le fue infligido a miles de mujeres de Bagdad, todas las que vieron morir a sus hijos, sus hogares derrumbars­e, su vida hecha polvo, en aquellas jornadas sangrienta­s, las de los bombardeos ordenados por George Bush en marzo de 2003.

Mucho miedo, pero poca memoria. Aburre un poco todo este escándalo y ese rasgarse las vestiduras, como si no hubiéramos visto mundo. Y como si no supiéramos que un presidente, en los Estados Unidos, y en casi todas partes, siempre tiene mandos superiores. Gente muy centrada, buena o peor —eso es harina de otro costal— que aconseja, persuade, y cuando tiene que disponer, dispone.

Al momento en que escribo estas líneas, se han dispersado las protestas en varias ciudades estadounid­enses. No va a haber una Perestroik­a, ni va a caer el muro de Berlín porque Trump haya llegado a la Casa Blanca. Olvídense de eso.

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