Tenemos ya la casita
El fenómeno empezó en los setenta, cuando surgieron, en solares vacíos de Manhattan (en el Barrio y el Lower East Side) y también de Brooklyn y el South Bronx, unas casitas de madera, incongruentes dentro de sus entornos, pero muy reconocibles para los migrantes boricuas asentados en la ciudad. Les recordaban las que habían dejado atrás en los barrios urbanos y los campos de Puerto Rico. De madera, con balconcitos al frente, tenían patios florecidos donde a veces criaban pollos. Allí se reunían para tertuliar, para jugar dominó y –sobre todopara tocar y bailar bomba y plena, algo de salsa también.
Esta crónica es sobre una de esas “casitas”, el “Rincón criollo”, establecida por José “Chema” Soto, plenero criado en el barrio Quintana de Hato Rey, en un solar de la calle 158 del South Bronx, entre las avenidas Brook y Tercera, mudada luego a la calle 157. Allí llegó, buscando la plena, el autor de esta crónica en 2011. Su interés en la etnomusicología –terminaba su maestría en la Universidad de Columbia- lo condujo. Se convirtió en asiduo no solo por la música y la acogida calurosa, sino también porque encontró la “memoria colectiva e individual” de la comunidad boricua en Nueva York en la música, en las conversaciones (“Aquí se habla mucho de lo que fue y de lo que está por venir. Se acumulan nostalgias mientras se improvisan plenas...”) y en los objetos emblemáticos: un piano de timbre “rasposo y seco como el de la voz de algún viejo plenero callejero”, güiros, maracas, potes de sal, de azúcar, de ron cañita, imágenes de Rafael Hernández, de Maelo, de Cortijo, de Muñoz Marín... todo mezclado, como las operaciones de la memoria.
Esta crónica fascinante documenta una instancia en la ya larga historia de los puertorriqueños en Nueva York. La precariedad es una constante (el empuje de la renovación urbana amenaza las casitas que subsisten); las estrategias de sobrevivencia también. Una es el cultivo persistente de la plena, codificación musical de la vida diaria de la comunidad. Su letra nace de las conversaciones y de la nostalgia: “La plena es un mensaje del diario vivir”, le dijo “Chema” al autor.
Se impone una reflexión sobre el talante puertorriqueño, aquí y allá. Ajenos a los grandes gestos, los puertorriqueños afirman el valor de la convivencia, del arte que la realza (la música, el baile) y llevan consigo siempre la historia de un pasado rural que no se desecha aun en medio de una ciudad como Nueva York, tan lejos de toda ruralía. (CDH)