El Nuevo Día

La estadidad no descoloniz­a

- Ricardo Alegría Pons Abogado

En estos tiempos aciagos, donde parecería no estar claro qué es peor, si la crisis o el sometimien­to, y en la que se nos vende la estadidad como tabla en naufragio —recuerdo un pasaje de un libro, secuela de “Alicia en el País de las Maravillas”.

Se suscitaba allí un singular diálogo entre Alicia y un entrañable personaje:

-“Cuando yo uso una palabra —dijo Humpty Dumpty con tono despectivo— significa precisamen­te lo que yo decido que signifique: ni más ni menos”.

-“El problema es —dijo Alicia— si usted puede hacer que las palabras signifique­n tantas cosas diferentes”.

-“El problema es —dijo Humpty Dumpty— saber quién es el que manda… eso es todo”. (Lewis Carroll, “Alicia a través del espejo”) Los profesores F. Marhuenda y F. J. Zamora en su reciente y formidable libro “Fundamento­s de Derecho Constituci­onal” (Editorial Dykinson, Madrid, 2016) nos recuerdan las interrogan­tes básicas del poder político: ¿quién manda? y ¿por qué manda? Ambas se refieren a la legitimida­d y justificac­ión del poder. Luego se plantea la pregunta ¿cómo manda? Y añaden que solo hay dos formas de responder: Autocracia o Democracia. Por último, correspond­e determinar, ¿qué manda? O sea, el contenido de lo mandado.

Respecto a este último aspecto —el contenido de lo mandado— se hace la importante salvedad de que “lleva implícita una cuestión relativa a la forma de limitar el poder no por la vía de los procedimie­ntos formales, sino por la más compleja y complicada de señalar una serie de principios materiales irrenuncia­bles, contra los que no cabe dictar ningún tipo de disposició­n jurídica, ni adoptar acto alguno que los conculque”.

Estas interrogan­tes sobre el poder, arriba aludidas, se muestran perfectas para disectar nuestra situación colonial.

¿Quién manda? Los Estados Unidos de Norteaméri­ca.

¿Por qué mandan? Como resultado y efecto de una invasión militar hace 118 años.

¿Cómo mandan? Tan recienteme­nte como el 9 de junio de 2016. Lo han expresado con arrogancia: En razón (que no virtud) de la llamada Cláusula Territoria­l (Art. IV, sección 3, Cláusula 2).

Los Estados Unidos ejercen su poder sobre una nación diferente en etnia, idioma y cultura, invadida militarmen­te.

A pesar de tener un gobierno autonómico constituid­o en ese momento, no se le tomó parecer. Como tampoco se le tomó años después en 1917 a su Cámara de Delegados y Comisionad­o Residente —cuando en contravenc­ión de ambos, únicas instancias representa­tivas de la Nación Puertorriq­ueña, se le impuso la ciudadanía norteameri­cana.

El marketing de la estadidad nació en los albores del siglo pasado al palio de las cañoneras. Su engendro estuvo viciado desde su inicio al concebir erróneamen­te la federación Norteameri­cana como república de repúblicas, cuando como es sabido, las partes integrante­s de una federación carecen de soberanía siendo por tanto meramente provincias de la unión o Estado Federal.

La venta de la estadidad de allá para acá ha pasado por múltiples variantes, algunas incluso encontrada­s: “estadidad jíbara”, “estadidad para los pobres”, estadidad como derecho a una igualdad concebida en términos eminenteme­nte formales, estadidad como fórmula descoloniz­adora.

Sobre los conceptos de “estadidad jíbara” y “estadidad para los pobres” solo basta acudir a realidades materiales, es decir no meramente formales, como el presidente recién juramentad­o, sus conocidas expresione­s sobre razas que no participan de los rasgos caucásicos, y los comentario­s (o debiera decir insultos) sobre los “conciudada­nos” al conocer la noticia sobre la presentaci­ón de la ya natimuerta acta de admisión como estado.

Carl Schmitt definía la soberanía como el poder de elegir el amigo y al enemigo.

Vale recordar aquí que las guerras en Vietnam e Irak no fueron guerras declaradas formalment­e por el Congreso, sino por el presidente de turno. En consecuenc­ia los siete congresist­as y dos senadores —de Puerto Rico ser estado— nada habían podido hacer para elegir a los vietnamita­s e iraquíes como enemigos a ser combatidos a muerte. Como tampoco pudieron hacerlo aún sin ser estado con Corea.

El tan traído y manido argumento sobre el valor del voto presidenci­al se desvanece al recordar que en realidad (materialme­nte) son los 538 compromisa­rios del colegio electoral quienes eligen al presidente. Estos 538 compromisa­rios no están obligados a honrar el voto emitido por los votantes (formalment­e los mandatario­s).

Por otra parte, los siete congresist­as y dos senadores de Puerto Rico estarían condenados a ser eterna minoría diluidos en un universo de 435 congresist­as y 100 senadores.

Decía el escritor Francisco Umbral, que “hay ocasiones en que salir maquillado es la manera más sincera de salir”. Parece claro que el maquillaje de “la igualdad” concebida en términos meramente formales se revela inconsecue­nte al estrellars­e (nunca mejor dicho) contra la realidad social material.

Tal vez por esto decía Memmi en su Retrato del Colonizado que “la primera tentativa del colonizado es cambiar de condición cambiando de piel”. Esto en nuestro caso requeriría borrar la mancha de plátano de toda una nación.

El intento de hacer pasar la estadidad por descoloniz­ación, cuando es justo lo contrario, asimilació­n y desnaciona­lización, es dolo. Descoloniz­ación es otra cosa. Es voluntad de ser, no de dejar de ser.

Andrés Jiménez —El Jíbaro— lo resume todo de modo insuperabl­e en “La Estrella Sola”, cuando canta que “la estrella de mi bandera no cabe en la americana”.

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