Una lucha que no grita
Parece que no pasa nada. Pero están ahí, dentro y fuera de los portones, presentes.
Parece la escena de un crimen. Lejos de su salón de clases, el pupitre está tumbado contra el concreto, atravesado por pintura roja que le chorrea como sangre. Las cintas amarillas leen “caution” y resguardan el portón principal. Detrás, sobre los barrotes de hierro, la bandera en blanco y negro -la de la resistencia- ondea imperiosa.
A su lado, los carteles gritan. “No hay progreso sin educación”. “Esto es una guerra de clases, ¿de cuál lado estás?”. “Por nosotros y el futuro”. “Decolonize this place”. “Machete al macharrán”. “Siembra la semilla de la educación y recoge el fruto de la libertad”. “¿Por qué no pagan los culpables?”. Todos gritan.
Pero hay silencio. Hay mucho silencio en esta mañana soleada de martes que nace sobre la Universidad de Puerto Rico (UPR), Recinto de Río Piedras. Del otro lado de los portones, tras esa imagen cargada de consignas y fuerza, solo hay tres jóvenes que se sientan sobre austeras sillas de playa. Casi inaudible, una música elec-
trónica brota de una laptop.
“¿Por qué aquí hay tanta mosca? Eso me está preocupando”.
Son solo ellos tres, menudos, sentados, los guardianes de ese portón robusto.
Más allá de ellos, está la explanada verdísima, el bamboleo de los árboles penetrados por la brisa, las raíces como piernas que se anclan en la tierra, el sonido de unos pájaros que cantan, algún perro que ladra, la Torre que toca su carillón cada cuarto de hora. Solo eso. Parece que no pasa nada.
Pero lejos del ojo forastero, en las entrañas del recinto, algo se cuece. Algo indescifrable. Algo que provoca. Una rebeldía que incomoda. Una convicción que a algunos irrita, enoja, fastidia, sulfura, encoleriza, y a otros conmueve, estremece, anima, aviva, impulsa. Un fenómeno difícil de traducir para quien no conoce el lenguaje. Pero está ahí. Cada vez más inamovible.
I. LA SIEMBRA. El primer día llovió. Un aguacero fraccionó esa jornada inicial del 28 de marzo, y desbandó a los manifestantes. Lucía como una metáfora de la ruptura, un presagio de malas noticias, un mecanismo natural de dispersión contra esos primeros cimientos del muy criticado paro universitario.
“Esto está apaga’o”, repetía en la mañana una voz ajena desde afuera de los portones, al otro lado de la avenida. No había piquetes ni manifestaciones. Hubiese sido un día cualquiera salvo por los portones cerrados y ese aguacero premonitorio que parecía una maldición.
Era como si el cielo estuviera enojado de la misma forma que todas esas primeras voces opositoras del paro, indignadas por esos “estudiantes que no quieren estudiar”, que “no saben hacer otra cosa”, esos “socialistas, mugrosos, turbas, pelús”. “Que la cierren”. “Están solos, ni los mismos estudiantes los apoyan”. “Que no la vuelvan a abrir, son unos vividores”. “Es ridículo”, vociferaban en los comentarios de las noticias.
Pero era otro tipo de lluvia. En medio del ruido opositor, los motes y los insultos, una semilla germinaba. Mientras el país camina como por inercia, a pesar de la tormenta que se avecina, unos cuantos “ilusos” se detienen, aun bajo las amenazas, algunas lúcidas: la pérdida del semestre, de los fondos federales, de la beca Pell, de la acreditación, la misma clausura del centro.
“Al principio no te voy a mentir que fue desmoralizante. Tenemos que reconocer que no hay fórmula perfecta cuando se trata de enfrentar estos problemas. Nosotros mismos queremos volver a nuestras clases, yo quiero tomar mis clases y tomar mi reválida, pero esto apremia. Esto es más importante”, dice la estudiante de derecho María de Lourdes Vaello Calderón, portavoz del movimiento estudiantil. Seis días después, el sonido de la bocina se escucha en la carretera. Es un carro compacto que atraviesa la Ponce de León con su estridente sonido intermitente. Desde la acera, dos estudiantes alzan los puños con sonrisas que pronto se vuelven tímidas y se transforman en miradas de escepticismo. “Ya yo no sé si es apoyo o rechazo”. “A veces uno no sabe”. En sus rostros se acumula un ligero atisbo de desesperanza que pronto se esfuma. Desde sus labios ligeramente tensos dan un último suspiro y vuelven a su sitio frente al portón principal.
La entrada peatonal se entreabre. Una cabeza de estudiante se cuela por el agujero. -¿Sí? -Quisiera entrevistar a algún estudiante. -Los portavoces no están disponibles. -Yo no quiero hablar con portavoces, quiero hablar con cualquier estudiante. -No. Solo puedes hablar con los portavoces. Hay mucha desconfianza. Mucho hermetismo. Mucho rencor hacia cómo se les percibe y cómo los cubre la prensa -a su juicio, de manera injusta-. Denuncian las medias verdades, a quien, atravesado por los medios, no se atreve siquiera a entender la lucha. Hay dolor y rabia.
II. LA GERMINACIÓN. Llorar. ¿Con qué tinta se escribe eso? No es el llanto que desgarra el rostro en muecas, no es el llanto estridente que se apropia del silencio. Es otro llanto. Un llanto que brota con voluntad propia, mudo. Unas lágrimas que caen silenciosas mientras el rostro permanece inmutable, solo un poco enrojecido, pero inmutable, con la vista al frente, mientras una melodía de violines surca el espacio.
Ese es el llanto de ella. Ella es profesora de teatro. Ella, Isel Rodríguez, que llora casi sin darse cuenta mientras esos estudiantes resisten en otro lenguaje. Son los alumnos de música quienes se adueñan del interior de la Torre -altiva e imponente-, del otro lado de los portones cerrados con sus barricadas. Su programa de música está bajo amenaza por incumplir con los estándares de retención y graduación, y podría desaparecer. Su lucha es personal y colectiva, pero no cruza el aire con consignas estrepitosas. Su lucha nace de la melodía de violines, del sonido agudo del saxofón, del toque suave a los tambores, desde las voces aterciopeladas del coro que canta el himno de la Universidad como un grito de guerra.
“Me estremecí. El sonido del eco, las voces a coro son poderosas. Mueven. Vibran. Pensé en cada estudiante ahí cantando, y tocando. Pensé si tendrían oportunidad de estudiar música en otro lugar. Si tendrían el dinero. El arte no puede ser un lujo. El arte, la música, el teatro, la poesía es lo que nos ayuda a sobrevivir, a curarnos, a desahogarnos, a calmarnos, expresarnos”, registrará luego la profesora su propio llanto.
Parece que no pasa nada. Pero hay un pleno que ocurre simultáneo en la Facultad de Educación y en el que se delibera sobre el futuro de la educación pública, de la Universidad, sobre cómo afrontar los recortes de $450 millones, pero también sobre los recortes a la salud, a las pensiones, sobre la crisis y los derechos.
Parece que no pasa nada. Pero hay mesas de trabajo sobre la auditoría a la deuda pública, la enmienda al Código Penal, la reforma universitaria. Son trincheras desde las que se intenta buscar soluciones. “Mesas de trabajo con investigaciones profundas para generar propuestas contundentes. Todavía no hemos dicho nada porque queda investigación por hacer”, dice Vaello Calderón.
“Si no llega a ser por la paralización y por la huelga, el gobernador (Ricardo Rosselló Nevares) no se hubiera reunido con nosotros, la Junta de Control Fiscal no nos hubiera pedido una reunión. Es un ruido que estamos haciendo. Paso a paso esta lucha está creciendo y está cogiendo mucha más forma”, agrega.
Parece que no pasa nada. Porque no hay policías que arrojen gas pimienta, no hay macanas en el aire, no hay encapuchados que violenten la propiedad, no hay golpes ni violencia.
Pero pasa mucho.
III. LAS PRIMERAS HOJAS. Desde Aguadilla, Utuado, Arecibo, Humacao, Cayey, Ponce, Carolina, Bayamón, Mayagüez, San Juan, llegan estudiantes vestidos de los colores de sus recintos. Llegan con banderas, con cartelones desbordados de consignas, con instrumentos de música. Abarrotan los asientos del coliseo Roberto Clemente. Son 10,846 estudiantes que están a la misma hora en el mismo espacio debatiendo su futuro. Hasta los bomberos amenazan con desalojar. Es miércoles, 5 de abril, y el coliseo está lleno a capacidad y no están ahí para ver un juego de baloncesto ni para corear los estribillos de un cantante. Son jóvenes hablando del país.
No parecía que pasaba mucho pero rompen récord. Trece centros de educación superior están juntos por primera vez, sentados a debatir. Ocho horas corridas sin descanso, en que no solo se habla de la universidad. También se habla de la deuda y la crisis económica, del alcalde de Guaynabo, Héctor O’Neill, y sus alegadas agresiones sexuales, se habla de género y la necesidad de más mujeres en la mesa, se habla de diversidad funcional, de la necesidad de erradicar “batatas políticas”, de la urgencia de hacerle frente a la Junta de Supervisión Fiscal y sus medidas de austeridad.
Al final de la jornada, se decreta una huelga sistémica.
“Educar es más que dar clases”, sentenciaba un día antes la rectora del Recinto de Río Piedras,
Carmen Rivera Vega, desde la sala 907 del Tribunal de San Juan. Era la última testigo en la demanda presentada por seis estudiantes para que se abran los portones del campus.
Habla en voz muy baja. La jueza en varias ocasiones le pide que suba el tono o que repita. El portón cerrado vuelve a ser escenario.
“Si no se da clases, ¿se educa?”, pregunta el abogado. “Educo de otra manera. Uno educa con trabajo y con el ejemplo”, responde la rectora.
Es viernes, 7 de abril. Es el segundo día de huelga en el Recinto de Río Piedras. Una enorme bandera de franjas negras y blancas -la de la resistencia- se extiende a lo largo de la Torre y culmina con las grandes letras de “CANDELA”. El portón grita más duro, el pupitre sigue tumbado con la pintura que le chorrea como sangre, pero hay más carteles, más pupitres que sirven como barricadas. Del otro lado de los portones, adentro, unos ocho jóvenes ocupan las sillas de playa. Se escucha, desde una computadora, la letra de “Hotel California”.
Parece que no pasa nada. Pero sigue.